miércoles, 11 de abril de 2012

Puntos cardinales: Sur



Todavía no habían abierto gargantas en la montaña para que la velocidad atravesara sus entrañas y los trenes sorteaban arroyos y cerros a ritmo de pitido y carbonilla. Y ella esperaba todas las noches frente a la estación de autobuses, un talón apoyado en la pared, como sujetando el mundo, y otro en aquella acera gris hecha con onzas de hormigón. En aquel ángulo oscuro de la acera y la noche, su pantalón campana de azul cielo era una ola de mar que se estrellara en la pared sin rozar la arena, y las sandalias un dibujo a tiralíneas blanco sobre el cemento.

Se llamaba Lola. A aquella hora de la noche era Lola, oriunda de Algeciras según iba escribiendo en el aire con el humo del cigarrillo rociado de la escarcha carmín oscuro de sus labios. Al medio día, camino del café del bar “El manicomio”, era Manuel, con barba trasnochada y el pelo moreno sujeto en la cabeza con un clip, recién bajado de la peluquería. Una camisa vaquera sujetaba el mismo pecho que por la noche cubría el encaje blanco de marga larga y los mismos ojos miraban de igual manera muy a lo lejos, en ese punto donde nada te importa ni a nadie ves.

Cantaba como Lola, otra, todavía viva por entonces, y lloraba con ella cada noche arriba de un escenario robado al hueco de la escalera. Y cada noche acariciaba en la barra la cara de El Cabrero, un guardia civil enjuto de la tierra que en aquel bar de La Inglesa ignoraba las leyes de Franco escritas en Madrid. Una mano en el rostro de El Cabrero y con la otra en el de un recién llegado al que le anunciaba con voz de barra “niño, te voy haser un visio…..”.


Su lugar era la acera, fuera del bar, a cualquier hora, a la espera del último autobús de los que atravesaban el sur de este a oeste, ahumando con paciencia infinita la llegada de alguien conocido o un piropo desde un coche. Algo que llevarse en el recuerdo cada noche, como un geranio recién cortado para la alcoba.

Hablaba poco y lloraba bien, ese era su espíritu, el atractivo casi místico de cada noche, una sandalia fija contra el muro y otra dispuesta a dar el paso. Siempre blancas. Como la espuma del agua que iluminaba la arena de aquel paseo sin luz, en aquel pueblo donde Lola paseaba a Manuel cada mañana.

Lola paseaba a la otra Lola de madrugada de bar en bar, con la familia detrás en cofradía, jaleada por las palmas de los propios, las miradas absortas de los extraños y la impaciente espera de aquel muchacho que esperaba “un visio” por descubrir. En cada bar, cambio de copla, pañuelo y flor del pelo. Y atravesábamos con ella el calor húmedo que el sol regaba cada día por el suelo hasta llegar al Yunque, el discobar de las despedidas, lleno de vacíos y huecos fijos como si un capricho afortunado se hubiese reservado la platea.

El oro de las cortinas se abría y aquel geranio rojo reventón aparecía allá arriba, en lo alto de su melena negra, cerca de una espalda morena y desnuda en forma de uve hasta que un tacón como un clavo se levantaba del suelo y Lola, las dos en una, se daban la vez en la primera letra y la vuelta completa hacia el tendido. Estábamos los mismos con los de siempre, aplaudiendo hasta que el eco ensordecía. No se aún si por lo que cantaba o por su desgarro frente al hormigón gris oscuro de aquellos años.

Era de Algeciras. Lo decían aún sus labios rojos en el hombro desnudo de aquel muchacho que regresaba esquivando montes y arroyos en un tren oscuro como el oscuro hormigón de aquella luminosa tierra.

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