miércoles, 18 de septiembre de 2013

La muchacha de Cuixart

Todas las noches cerraba los ojos al mismo tiempo que yo y escondía sus colores en la oscuridad de la habitación. A los pies de la cama parecía encargada de velar mi desvelo o frenar el vuelo de las cortinas las noches en que el viento entraba desde la terraza. Con su mirada iba recorriendo mis pasos según cruzaba por delante de ella, camino de la mesilla de noche para encender la lámpara que dirigía la luz a su cara, como un rayo de sol que atravesara la habitación para darle vida y sacarla del letargo de los días completos en soledad.
Desde encima del sofá o a los pies de la cama de la casa de años después, la muchacha de Cuixart hablaba de tú a tú contándote un pasado que sólo uno imaginaba a fuerza de escrutar las oscuras sombras de los ojos o el carmín rojizo de los labios. Pasó de la carpeta de la espera a un largo viaje que seguramente aún no ha acabado y se hizo fetiche a fuerza de estar presente, como el hito de una carretera, el kilómetro permanentemente repetido. Ella conoce bien el perfil de las esquinas más difíciles, de donde parecen haberla sacado; gira la cabeza para escapar de las cuchillas del invierno cuando la soledad ataca y te empuja el saludo hasta el nudo exacto donde la nostalgia es sonrisa.
Mientras leía recostaba en el cabecero de la cama, mis ojos se iban hacia ella, alertado por el propio silencio que compartíamos desde aquel dia en que comenzó a atravesar conmigo ciudades, tierras y casas. De todos los muros en que había estado colgada, cobraba una vida especial allí, al fondo de mis pies y la colcha blanca, arrojando el color de su figura por todo el entorno, como una llama en la noche. Fue testigo de largas temporadas de ilusión, de las mejores épocas de muchos años, apoyada sobre el sofá blanco de rayas negras, frente por frente al espejo de la chimenea en el que reflejaba la indefinición de su sombrero, la timidez de su sonrisa y los trazos rojos de un cuerpo que era una mera insinuación sobre el papel blanco.
La tarde en que apareció, Barcelona estallaba en primavera, las palomas cortaban el paso en la Plaça de Sant Jaume y en la puerta de la librería de viejo gritaba buscando alguien con quien romper la soledad, la oscura soledad de la carpeta de grabados. Era la pintura más sencilla de aquel grupo de seis cabezas de mujer, de aquellos bustos iluminados que Modest Cuixart había ensoñado y firmado. Entre esas caras insinuadas, los sombreros negros que velaban los ojos en las otras obras, los vestidos que se deshacían en una sombra de color y las miradas estáticas de las otras cinco mujeres, los ojos redondos de la muchacha se llenaban de melancolía y animaban a llevarla contigo como quien compra un confesionario para los ratos en que a la conciencia le da por pensar.
La muchacha y yo compartimos el secreto del destino. Ni yo era el suyo, el previsto para ella, ni ella la imagen que me podría perseguir durante casi una vida, cuando la vida se cuenta en cuartos de siglo. Por encima de la firma de Cuixart, de ese garabato no mejor ni peor que el que hacemos cada día que nos levantamos, el papel se blanquea por donde pasó la miga de pan. Borrar la dedicatoria del pintor a quien iba destinada esa prueba de autor era una puñalada al destino, el del autor o del destino a quien recibió la obra, que se deshizo de ella. Un secreto casi a ojos vista los viajes, los marcos que ha ido conociendo y el tiempo que se filtra por el cristal han sacado a la luz la sombra blanca del papel borrado.
Apoyado yo en el cabecero de la cama y con la luz centrada en su incógnita identidad, esa mujer casi niña se convierte en el espejo donde mirarse cada noche: El esbozo de una sonrisa antes de dormir, la memoria del color de cada día y la mirada permanente en busca del sosiego.

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