Solo con el tiempo, mucho tiempo después, vas descubriendo
que las líneas de la cara de los Rosablanca no son como tu las recordabas. La
memoria, como la televisión, no tiene quinta dimensión y vemos todo más
redondo, personas más gruesas, rostros más amables, sonrisas abiertas. Y con
esa imagen te duermes cada noche que echas de menos los ratos en Villanueva del
Rey. Porque solo fueron ratos. Los que consigues dejar prendido como imprescindibles
porque ya se han enraizado en tu propio ser; ratos que acuden solo de vez en
cuando como una gasa blanca atravesando la plaza de la fuente; ratos que
identificas con la sonrisa bajo un cántaro o la humedad de Los Nogueros a tus
pies. De esos ratos vas tirando para crear una leyenda indiscutible, imaginada
en la mayoría de sus partes porque el tiempo ya se la debería haber carcomido,
pero viva aún porque te aferras a esa parte de vida inmaterial que son los
recuerdos.
A este Francisco Romero, dueño del Café Español, le faltaba
el caballo rucio del Quijote para que la luz de la calle se estrellase contra
los brillos del chaleco gris, de la cazadora gris, del perfil pálido, de la
mirada que engaña a quien le mira. Sólo la tímida sonrisa que dibujaba en su
cara de cuando en cuando se salía de esa imagen trazada con tiralíneas fino como un corte de cuchilla de afeitar. Era
así, silencioso, con un poco de peso en la espalda, el pelo canoso y la cara
abriendo camino. Comiendo aquellas albóndigas con caldo de jamón, le miraba, me
miraba, nos estudiábamos, acercaba la mano a la mía, me daba una palmada en
silencio y continuábamos sorbiendo el caldo de la tita Julia.
Su hermano Antonio Romero, el otro Rosablanca, se me quedó clavado en aquella silla de la sala, junto
al televisor tapado con un paño gris. El traje marrón era la única nota de
color ante mis ojos en aquella mañana de sorpresas. El abuelo Antonio había
venido de visita a casa de su hijo Paco. Mi madre se sentó con él en la mesa
cuadrada, le puso café de recuelo del Casino y un trozo de la torta de anises
que él traía. Me di cuenta de que los años le habían ido tallando los pómulos y
achicado los ojos entre las bolsas de piel.
Sonreía aquella mañana en la que no
sabíamos qué preguntar ni qué decir. Teníamos tan poco tiempo para descubrirnos
que se nos fue el rato en sonreirnos.
He sabido después, como siempre ocurre, más cosas de él sin
pretenderlo, o tal vez sin ser consciente de que lo buscaba. Pero, cuando murió
y nos llegó aquel sofá verde como herencia, siempre sentí el frío del skay bajo
mis piernas y la calidez de su sonrisa desde aquel rincón entre la televisión y
una puerta por la que la felicidad entraba y salía tan de improviso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario