miércoles, 13 de julio de 2016

EL ACERADO PERFIL DE LOS "ROSABLANCA"

Solo con el tiempo, mucho tiempo después, vas descubriendo que las líneas de la cara de los Rosablanca no son como tu las recordabas. La memoria, como la televisión, no tiene quinta dimensión y vemos todo más redondo, personas más gruesas, rostros más amables, sonrisas abiertas. Y con esa imagen te duermes cada noche que echas de menos los ratos en Villanueva del Rey. Porque solo fueron ratos. Los que consigues dejar prendido como imprescindibles porque ya se han enraizado en tu propio ser; ratos que acuden solo de vez en cuando como una gasa blanca atravesando la plaza de la fuente; ratos que identificas con la sonrisa bajo un cántaro o la humedad de Los Nogueros a tus pies. De esos ratos vas tirando para crear una leyenda indiscutible, imaginada en la mayoría de sus partes porque el tiempo ya se la debería haber carcomido, pero viva aún porque te aferras a esa parte de vida inmaterial que son los recuerdos.

La barra del mostrador del Café Español tal vez tuvo un borde de metal y un reposapiés. O tal vez no, pero algunas noches brilla como la armadura toledana del guerrero, una barra dispuesta a defender el reino del Rosablanca más enjuto, el tito Francisco. Sólo don Manuel Ariza, aquel cura de Estepona que quiso creer en la justicia divina, me lo recordó tanto en los tiempos en que el tito ya no estaba y tomaba con don Manuel los bocados de pescado frito adobado en el kiosko de “la Carmen”, que por la noche era Rocío Jurado y por la mañana paseaba su moño y barba oscura camino de la peluquería.

A este Francisco Romero, dueño del Café Español, le faltaba el caballo rucio del Quijote para que la luz de la calle se estrellase contra los brillos del chaleco gris, de la cazadora gris, del perfil pálido, de la mirada que engaña a quien le mira. Sólo la tímida sonrisa que dibujaba en su cara de cuando en cuando se salía de esa imagen trazada con tiralíneas fino como un corte de cuchilla de afeitar. Era así, silencioso, con un poco de peso en la espalda, el pelo canoso y la cara abriendo camino. Comiendo aquellas albóndigas con caldo de jamón, le miraba, me miraba, nos estudiábamos, acercaba la mano a la mía, me daba una palmada en silencio y continuábamos sorbiendo el caldo de la tita Julia.

Su hermano Antonio Romero, el otro Rosablanca, se me quedó clavado en aquella silla de la sala, junto al televisor tapado con un paño gris. El traje marrón era la única nota de color ante mis ojos en aquella mañana de sorpresas. El abuelo Antonio había venido de visita a casa de su hijo Paco. Mi madre se sentó con él en la mesa cuadrada, le puso café de recuelo del Casino y un trozo de la torta de anises que él traía. Me di cuenta de que los años le habían ido tallando los pómulos y achicado los ojos entre las bolsas de piel. 
Sonreía aquella mañana en la que no sabíamos qué preguntar ni qué decir. Teníamos tan poco tiempo para descubrirnos que se nos fue el rato en sonreirnos.


He sabido después, como siempre ocurre, más cosas de él sin pretenderlo, o tal vez sin ser consciente de que lo buscaba. Pero, cuando murió y nos llegó aquel sofá verde como herencia, siempre sentí el frío del skay bajo mis piernas y la calidez de su sonrisa desde aquel rincón entre la televisión y una puerta por la que la felicidad entraba y salía tan de improviso.

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