sábado, 6 de agosto de 2016

LOLA Y LA PUREZA

A Lola le fallaba la pureza. Eso es lo que decían las gentes por las calles de Doiras. Sería éso o el placer del riesgo, pero en el autobús de vuelta se sentó a mi lado tan dispuesta como era ella, echó por encima de nosotros el chaquetón de paño negro y lo subió tirando de los botones cruzados hasta taparse el cuello casi por entero. Hacía pocos días que atravesé Lugo hacia Los Ancares y a Lola solo la había visto de refilón, casi escondida detrás del confesionario, en la capilla de la aldea donde Tomás decía misa cada tarde de sábado.

María me habló de ella y de sus “chaladuras de jóven¨, como las llamaba. Vivía un poco más allá, subiendo por la calle de barro que, cuesta arriba, te lleva hasta la casa de los Vázquez, la familia honorable de la zona. Su casa estaba al lado de la noble verja de hierro, un chamizo de madera con techo, uralita y heno, como los de las pallozas de Piornedo, casi todas perdidas ya. Durante un tiempo ayudó a Tomás en la cosa de las iglesias que recorría cada fin de semana en otras tantas parroquias, aldeas descolgándose por las nieves en la ladera de los montes o en la vereda del rio, helado por invierno y con almendros rompiendo a la vida por encima de las brumas. 


En aquel cuadro casi japonés, una semana santa, conocí a Lola acompañando a María, en la casa del cura. Trajeron cañas de hojaldre rellenas de nata y  otras con una crema amarilla suave y dulce como la gloria que se perdía entre la lengua y el cielo de la boca, como cuando la hostia se vuelve revoltosa después de la comunión. Aquella tarde vi su mirada torva, pero permaneció en silencio mientras María hablaba y hablaba de las penas del invierno pasado y de los que ya no iban a volver en verano. Me quedé con las ganas de sacarle una palabra sobre quién era antes de que María siempre se adelantase con la respuesta en la punta de la lengua, inoportuna siempre. Y no volví a verla hasta la mañana de los gaiteros que llegaron de Villafranca.

Entre cervezas y sonidos de gaita nos olvidamos del sol de aquel mediodía y descubrí una Lola desconocida, alegre, inquieta, dominadora del terreno y la situación con todos nosotros, los forasteros. Con un trozo de tortilla entre los labios, se acercó a mi y puso su boca frente a la mía, citándome a compartir aquel bocado de huevo y patata. Reímos mientras peleábamos por ver quién se quedaba con la mejor parte y luego se alejó echando un trago de cerveza directamente del cuello de la botella. No dejó de mirarme hasta que cruzó aquella rotonda de piedra y se sentó enfrente de mi, desafiante, sonriente, corta de pureza, como decía María.

Los gaiteros de Villafranca tenían planeado subir hasta Piornedo con el microbús que los había traído a la campa de Doras para la fiesta. Ya era tarde para arrancar y todos preferimos comer a la sombra del castillo, en la ladera verde del rio, que parecía de piedra y nácar, revuelto, frío, saltarín… imparable. La nieve aún permanecía en las laderas de los montes aunque en la parte baja ya no quedada ni rastro. Sólo la bruma que iba yéndose en silencio, sin apenas notarse y dejaba paso a los rayos del sol en el comienzo de la tarde. Más allá de los cables naranjas que detenían con descargas eléctricas el paso de las vacas y las mantenía encerradas casi por milagro, seguimos el recorrido del rio hasta un poco más abajo de los animales. Nos tumbamos sobre mi cazadora de ante azul y quedamos los dos mirando al cielo azul de Los Ancares. 

Giró su cabeza hacia mí y no me dejó preguntarle quién era y qué hacíamos allí. Con un dedo cerró mis labios y siguió mirando al firmamento. Un rato después, se sentó de rodillas sobre sus piernas y me preguntó por qué estaba yo allí. Había ido a escribir un proyecto sobre el metro de Bilbao, que iba a comenzar sus obras, y pretendía abstraerme de todo, de Madrid, de mi propia vida, sentado en el banco de madera, delante de la cocina de carbón y leña y escuchando a Marian Anderson cantar el "Ave María" de Schubert como nunca nadie lo habría cantado, como nunca se habría oído entre aquellas paredes de ladrillo y madera frente al arroyo y al calor de las mulas de la planta baja. También estaba empeñado -le dije sonriendo- en hacer una tarta de queso en el viejo horno de gas, con huevos de las gallinas del cura y queso de fiambre. No se qué le causó más impresión o le divertía más. Sonrió manteniendo el silencio y descubrí que en dos minutos ella sabía más de mí de lo que yo había averiguado sobre ella, además de la simple definición que María hace de Lola, lo de la pureza.

Atardecía cuando nos subimos al autobús camino de la cresta de Los Ancares, en Piornedo. Las curvas nos cambiaban de paisaje cada 100 metros, la tierra se hundía como si el fondo de la montaña la atrajese, y las nubes empezaron a parecernos alcanzables, próximas, inmediatas. Fue en ese momento cuando Lola echó mi abrigo de paño por encima de nosotros dos, cruzó sus piernas heladas por encima de las mías y recostó su melena negra y corta sobre mi hombro izquierdo. Me dijo que, cuando llegásemos a Piornedo, quería bailar, necesitaba bailar. No recordaba cuánto tiempo hacía desde su último baile. Le pregunté que con quién fue pero no contestó, sólo apretó su mejilla contra mi hombro y guardó silencio. Así fuimos hasta el final del viaje lleno de curvas, con los ojos cerrados y las miradas cómplices y envidiosas de los gaiteros.

El hostal tenía una zona de butacas para descansar o sentarse después de la cena. Sillones de skay color beige tostado que resaltaban en aquella decoración de madera y telas granates, pucheros de hierro colgados en las paredes y plantas medio dormidas en ollas de hierro antiguas. Tomás, el cura, se acercó a la barra, y el camarero conectó el equipo de música. Casi un murmullo, Mike Kennedy empezó a cantar “La Piova”, el viejo éxito italiano, en su versión más reciente. Bailamos como si quisiéramos despertarnos el uno dentro del otro, con los cuerpos arrasados de caricias mudas, sin una sola palabra que cortase ese momento. Y así cruzamos hasta las escaleras que llevaban a las habitaciones. 

Puerta 4, segundo piso. Hasta allí llegamos casi tropezando con las flores desgastadas de las alfombras tapicería vieja estera y la media luz del pasillo. La apoyé contra la pared en un nuevo intento de fundirme con su silencio y adivinar quién  era y qué quería de mi. Sin dejar de abrazarme, soltó su brazo derecho de mi cuerpo, llegó al picaporte redondo de la puerta 4 del piso 2, giró el pomo y me dio un beso en la mejilla. Entonces sí, acercó sus labios a mi oído y siseó aquella frase maldita: “La lluvia…. Nubes negras al huir, recuerdos que olvidé”.  

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