domingo, 29 de abril de 2018

AQUELLA LISBOA


En la semioscuridad de la calle no puedes imaginar que, una vez atravesada la puerta, entras directamente a un baile, a la luz de las bombillas de colores colgadas por las paredes, al rojo y verde de las banderitas portuguesas de papel que arrastran tu mirada y que eran el contraste con el luto de las mujeres, sus pañuelos negros escondiendo el cabello, los ojos vigilantes de las chicas que bailaban juntas en el centro del salón, sobre baldosas de dibujo y frente a las miradas cruzadas de los hombres, pegados a la pared y al humo alrededor de sus cabezas.
Era 1975, por la fiesta del Pilar y en Portugal, acababa de comenzar una revolución. En pleno hervor por la libertad recuperada, ese país buscaba en el fondo de la arena de las playas, entre las ruinas su imperio perdido y de su vieja historia un futuro impreciso en el que la esperanza era el único salvavidas.
Íbamos camino de Lisboa por primera vez en mi vida, recién acabado el servicio militar, la muerte de Carrero Blanco y cinco días de disparar balas a una diana por si había que salir a la calle. Todo eso bullía aún en mi cabeza cuando cruzamos la frontera, dos guardias civiles nos echaron el alto antes de llegar a la aduana y el coche se caló de miedo. El otro lado de la barrera, dos soldados portugueses miraban con curiosidad lo que ocurría junto a nuestro coche, como a uno más de los que fueron, fuimos de excursión a la libertad en ese tiempo.
Si digo la verdad, no tengo en la memoria gran cosa de aquellos tres días en Lisboa, porque la memoria se aplana con el tiempo como un pan antes de entrar en el horno y sobresalen únicamente algunas sensaciones, con las que construimos el recuerdo: Un café en la Plaza del Roçío, la oscuridad solitaria de la misma plaza a las once de la noche, los pasteles de leche que empalagaron el alma, las sinuosas calles del Chiado, un barrio antiguo que ardería casi por completo pocos años después, y las cuestas de las calles que ascendían hasta la Plaza del Príncipe Real, a donde volvería tantas veces tantos años después. Hoy, un Pessoa de bronce espera en la acera sentado junto al Café A Brasileira, tal vez el más antiguo de la ciudad o, al menos, el mejor conservado al cabo de un siglo y cuarto…
Importan poco los lugares de aquellos días. En Lisboa, el rio y el mar se convierten en bruma cada tarde y así permanecen en la memoria, como cristales ahumados en los que pasas la mano y cada día descubres un rincón nuevo.
Barrio de Alfama (imagen antigua)
Hasta casi 30 años después no supe que las subidas por el barrio de Alfama, como si fuesen calles de Ronda, de la vieja Estepona o de los pueblos blancos gaditanos, conducían hasta un castillo que domina la entrada costera desde el otro lado de la ciudad hasta el viejo puerto, entonces aún activo y donde hoy descansan las reliquias de una Exposición Universal y algún bar de copas sobre los cimientos de los antiguos almacenes, los viejos docks.
Alfama era el la conciencia en blanco de ese imperio en ruinas, el refugio de los obreros y soldados vueltos de las colonias, la malquerida de la ciudad burguesa caída en desgracia, como los galones de los militares que se apolillan en los armarios. La Alfama era la virgen blanca y silenciosa por donde escalaba el tranvía amarillo huyendo de la otra ciudad, hecha jirones de bancos en ruinas, tiendas de comestible semivacías y trajes de militar sin cuerpo deambulando por la Plaza del Comercio, en la boca del rio.
Junto a una pequeña tienda de antigüedades, una luz tímida y un letrero apenas visible nos indicaba el lugar que íbamos buscando por Alfama: Casa Herminia, una casa de fados. Sillas de madera y anea, cuadros rojos en las mesas y casi oscuridad salvo en el fondo de la sala, vacía aún a esas horas. Sobre un pequeño estrado, doña Herminia ensayaba un fado robado a Amalia Rodrígues, dos guitarras descansaban a sus pies y los techos cerrándose sobre ella como una valva de berberecho inmenso, blanco, calizo, lleno de sombras.
Alguien nos animó a entrar, acercarnos al pequeño escenario y pedir algo de comer. Vinho verde, aceitunas y  un bacalao frito que se hizo esperar. El cenicero de aquella mesa, de cerámica, grande, de color marrón y beige, llevaba escrito el nombre de aquel lugar y así fue conmigo haciéndose viejo del tiempo y oscuro de la ceniza, como una reliquia viajera y robada en aquella ermita de Herminia, la cantaora que rascaba tu piel sin tocarla y convertía el tiempo en nada importante, porque tampoco a ella la esperaba nadie.
El alboroto venía por la mañana del sábado desde la plaza del Rocío, el centro neurálgico de la ciudad. Soldados, paisanos, mujeres, niños marchaban detrás de una pancarta y decenas de banderas rojas y verdes y las paredes de los edificios los veían pasar. Entre las ventanas, las puertas y las cristaleras quedaban pegados, como testigos para siempre, carteles de todos. Aquella era una revolución general en la que algunos quisieron ser héroes y muchos más llegaron de villanos a ciudadanos sin un disparo.
En unos grandes almacenes del Chiado encontré un disco de Johnny Cash, un cantante de folk americano, áspero de voz y sonrisa torcida. Su sombrero tejano y un trozo de guitarra le acompañaban en la cubierta de ese LP, suficientemente grande como para poder guardar dentro de él, doblado, un cartel del PCP que nos regalaron al paso de los manifestantes en la plaza. El Partido Comunista de Portugal, con fuerte poder en la ciudad, ya había comenzado su campaña electoral.
Con el disco y su secreto contenido nos marchamos hacia España de regreso. Era mayor la emoción que la capacidad para entender el riesgo de la frontera. El guardia civil español preguntó si llevábamos algo para declarar y le mostré el disco. Me preguntó quién era y le dije que un cantante americano poco conocido que escribía música popular para las iglesias.
Levantaron la barrera y Lisboa se fue alejando entre la bruma del domingo. O tal vez era la bruma del retorno la que nos había vuelto a secuestrar.


-->

No hay comentarios:

Publicar un comentario