Era 1975, por la fiesta del Pilar y en Portugal,
acababa de comenzar una revolución. En pleno hervor por la libertad recuperada,
ese país buscaba en el fondo de la arena de las playas, entre las ruinas su
imperio perdido y de su vieja historia un futuro impreciso en el que la
esperanza era el único salvavidas.
Íbamos
camino de Lisboa por primera vez en mi vida, recién acabado el servicio
militar, la muerte de Carrero Blanco y cinco días de disparar balas a una diana
por si había que salir a la calle. Todo eso bullía aún en mi cabeza cuando
cruzamos la frontera, dos guardias civiles nos echaron el alto antes de llegar
a la aduana y el coche se caló de miedo. El otro lado de la barrera, dos
soldados portugueses miraban con curiosidad lo que ocurría junto a nuestro
coche, como a uno más de los que fueron, fuimos de excursión a la libertad en
ese tiempo.
Si digo la
verdad, no tengo en la memoria gran cosa de aquellos tres días en Lisboa,
porque la memoria se aplana con el tiempo como un pan antes de entrar en el
horno y sobresalen únicamente algunas sensaciones, con las que construimos el
recuerdo: Un café en la Plaza del Roçío, la oscuridad solitaria de la misma
plaza a las once de la noche, los pasteles de leche que empalagaron el alma,
las sinuosas calles del Chiado, un barrio antiguo que ardería casi por completo
pocos años después, y las cuestas de las calles que ascendían hasta la Plaza
del Príncipe Real, a donde volvería tantas veces tantos años después. Hoy, un
Pessoa de bronce espera en la acera sentado junto al Café A Brasileira, tal vez
el más antiguo de la ciudad o, al menos, el mejor conservado al cabo de un
siglo y cuarto…
Importan
poco los lugares de aquellos días. En Lisboa, el rio y el mar se convierten en
bruma cada tarde y así permanecen en la memoria, como cristales ahumados en los
que pasas la mano y cada día descubres un rincón nuevo.
Barrio de Alfama (imagen antigua) |
Hasta casi 30 años después no supe que las
subidas por el barrio de Alfama, como si fuesen calles de Ronda, de la vieja
Estepona o de los pueblos blancos gaditanos, conducían hasta un castillo que
domina la entrada costera desde el otro lado de la ciudad hasta el viejo
puerto, entonces aún activo y donde hoy descansan las reliquias de una
Exposición Universal y algún bar de copas sobre los cimientos de los antiguos
almacenes, los viejos docks.
Alfama era el la conciencia en blanco de ese
imperio en ruinas, el refugio de los obreros y soldados vueltos de las
colonias, la malquerida de la ciudad burguesa caída en desgracia, como los
galones de los militares que se apolillan en los armarios. La Alfama era la
virgen blanca y silenciosa por donde escalaba el tranvía amarillo huyendo de la
otra ciudad, hecha jirones de bancos en ruinas, tiendas de comestible
semivacías y trajes de militar sin cuerpo deambulando por la Plaza del
Comercio, en la boca del rio.
Junto a una
pequeña tienda de antigüedades, una luz tímida y un letrero apenas visible nos
indicaba el lugar que íbamos buscando por Alfama: Casa Herminia, una casa de
fados. Sillas de madera y anea, cuadros rojos en las mesas y casi oscuridad
salvo en el fondo de la sala, vacía aún a esas horas. Sobre un pequeño estrado,
doña Herminia ensayaba un fado robado a Amalia Rodrígues, dos guitarras descansaban
a sus pies y los techos cerrándose sobre ella como una valva de berberecho
inmenso, blanco, calizo, lleno de sombras.
Alguien nos
animó a entrar, acercarnos al pequeño escenario y pedir algo de comer. Vinho
verde, aceitunas y un bacalao frito que
se hizo esperar. El cenicero de aquella mesa, de cerámica, grande, de color
marrón y beige, llevaba escrito el nombre de aquel lugar y así fue conmigo
haciéndose viejo del tiempo y oscuro de la ceniza, como una reliquia viajera y
robada en aquella ermita de Herminia, la cantaora que rascaba tu piel sin
tocarla y convertía el tiempo en nada importante, porque tampoco a ella la
esperaba nadie.
El alboroto venía por la mañana del sábado
desde la plaza del Rocío, el centro neurálgico de la ciudad. Soldados,
paisanos, mujeres, niños marchaban detrás de una pancarta y decenas de banderas
rojas y verdes y las paredes de los edificios los veían pasar. Entre las
ventanas, las puertas y las cristaleras quedaban pegados, como testigos para
siempre, carteles de todos. Aquella era una revolución general en la que
algunos quisieron ser héroes y muchos más llegaron de villanos a ciudadanos sin
un disparo.
En unos
grandes almacenes del Chiado encontré un disco de Johnny Cash, un cantante de
folk americano, áspero de voz y sonrisa torcida. Su sombrero tejano y un trozo
de guitarra le acompañaban en la cubierta de ese LP, suficientemente grande
como para poder guardar dentro de él, doblado, un cartel del PCP que nos
regalaron al paso de los manifestantes en la plaza. El Partido Comunista de
Portugal, con fuerte poder en la ciudad, ya había comenzado su campaña
electoral.
Con el disco
y su secreto contenido nos marchamos hacia España de regreso. Era mayor la
emoción que la capacidad para entender el riesgo de la frontera. El guardia
civil español preguntó si llevábamos algo para declarar y le mostré el disco.
Me preguntó quién era y le dije que un cantante americano poco conocido que escribía
música popular para las iglesias.
Levantaron
la barrera y Lisboa se fue alejando entre la bruma del domingo. O tal vez era
la bruma del retorno la que nos había vuelto a secuestrar.
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