LA OBRA
Es un
simplismo intelectual y político querer reducir a unas cuantas las causas que
llevaron al asesinato de Federico García Lorca. El abanico crítico que dejó
extendido sobre la vida española abarca muchas más varillas de las que los
medios de Comunicación de entonces y de ahora han resaltado; se cruzaba con ese
otro abanico desplegado de la propuesta revolucionaria, incómoda, constructiva
que intentaba cambiar lo que ocurría en esos espacios de sombra social,
política y cultural de la España, la de entonces, la que le antecedió, la que
ha proseguido después de su muerte y aún nos alcanza a nosotros aún. La “causa
de España” es un capítulo serpenteante al que, como otras voces, Lorca puso su
altavoz desde la capacidad de creación de su mente inmensa, variopinta.
A poco más
de un mes (5 de junio) de que se cumpla el 120 aniversario de su nacimiento, Federico
sigue tan vivo por las razones de su muerte como por los motivos de su vida
como creador universal. Es un simplismo advertir que una obra teatral de
Federico como “La casa de Bernarda Alba”
debe ser actualizada, puesta al día bajo otros cánones, nuevas formas estéticas
teatrales porque la sociedad de hoy dista mucho de ser la de entonces, cuando
el autor escribió esa y otras obras íntimamente ligadas unas con otras. El
mensaje de entonces no acababa en el cortijo, las rejas negras de la finca, la
disciplina machista o la represión hecha doctrina. Por eso Federico García
Lorca no podrá ser nunca un banderín de enganche para llenar huecos de
cartelera, ni puede ser el pentagrama sobre el que colocar notas que “revisan”
el grito político, humano, revolucionario del poeta.
LA OBRA QUE
NO ERA LA OBRA
Por la
España de hoy va recorriendo teatros con todo éxito una nueva versión de esa
obra, “La casa de Bernarda Alba”, sobre la que su directora Carlota Ferrer y el autor de la nueva
versión, José Manuel Mora advierten
desde un principio de que “Esta no es La casa de Bernarda Alba”, queriendo
avisar de que aportan nuevas señas de identidad a la obra clásica de Lorca. Se
remiten incluso al pintor francés René
Magritte para abundar en su idea de que
las imágenes reflejadas en un espejo -la obra original-son en sí mismas
diferentes de las originales porque, como ya sabemos, una cosa sólo es idéntica
consigo misma, no con otra igual. Su
objetivo era anunciar que hay innovación y que el público no vaya al teatro
confundido sobre lo que va a ver. Para los no avisados, el cartel desplegado
por las calles de Bilbao es lo contrario de la verdad, porque el aviso “Esto no
es” es premeditadamente casi invisible junto a los dos grandes atractivos de la
función: La casa de Bernarda Alba y Eusebio Poncela como actor protagonista. No
es baladí el dato, porque forma parte esencial del juego de claros y oscuros
del montaje: la confusión en la comunicación, dar por supuesto que en el nivel
medio de la sociedad que disfruta del teatro es sabido el juego filosófico de
los espejos. Por eso las risas cuando el cuadro de “Los amantes” surgió del
fondo del escenario cuando se esperaba ver la cara del macho desconocido de la
verja.
A pesar del fantástico
ejercicio de iluminación, esta obra que pretende ser nueva y no serlo, no es
nueva, efectivamente, porque al Lorca autor dramático, incluso coreógrafo de
sus escenas, ya aportó tanta revolución teatral, tanta innovación estética,
tanta profundidad social y política, que es difícilmente superable. Será por
eso que tirar del hilo de convertir en hombre a Bernarda Alba como
representación de una tiranía, o convertir a casi todas sus cinco hijas en
hombres es un giro más que experimentado a lo largo de los años, nada innovador
y abortado por la realidad de esa calle que pide igualdad de trabajo para
hombres y mujeres, incluso en una representación teatral.
Será por
eso, porque Lorca es ni más ni menos que Lorca por lo que las versiones más
triunfantes sobre los escenarios del personaje de Bernarda Alba las hicieron
mujeres, una Bernarda que no dejaba de ser mujer ser mujer ni renunciaba a ser
ese símbolo odiado. Ella era apariencia, vestimenta de la palabra escrita por
el autor. Y eso no significaba un posicionamiento tibio del autor original o de
sus versionistas sobre los derechos de la mujer, por entonces o por ahora.
La luz fue,
realmente, la mejor apuesta de toda la obra, la que consiguió definir un
espacio abierto (la caja del escenario del Teatro Arriaga de Bilbao) en un
espacio de opresión donde transcurría el guión y otras cosas, aunque el sonido,
casi inaudible se escapase por el cielo de ese escenario sin llegar al publico,
el de arriba o el de abajo, desde el primer segundo hasta el final de la obra
propiamente dicha.
Esa luz justa
iluminó la trama lorquiana y dejó triunfar la idea de que era secundario si
quienes tenían nombre de mujer eran mujeres u hombres, porque el lenguaje de la
obra traspasaba esa cuestión, transgredió hace casi un siglo ese cliché de la
mano de Lorca. Era un acierto ver a Eusebio Poncela interpretando el texto
escrito para el personaje de Bernarda Alba: Poncela hizo de hombre, con tono de
actor enérgico o seductor, vestido de hombre. Esa transgresión total del
personaje original tal vez sea la mejor aportación de esta nueva adaptación en
lo teatral y los escasos momentos en que pudo encontrarse como actor con la
Poncia lorquiana, una criada/hombre que bien merece un capítulo aparte.
La
iluminación permitió ver escenas estéticamente bellas, como cuadros pintados
sobre el fondo blanco del escenario, figuras en movimiento. Pero fueron
destellos, incapaces de dar consistencia a esa pretendida visión de “otra
Bernarda” sin dejar de ser la original. Desperdigados, inconexos, ni la calidad
de Igor Yebra como bailarín fue una aportación digna de su nivel en ese vaivén
de personajes con dificultades para poner su historia en el contexto de la obra
y para hacerse oír por un público acatarrado que tosía más bien por desesperación.
Varias
críticas recientes sobre este montaje teatral hablan de la conveniencia de que
la directora conozca algo más del viaje de las artes escénicas centroeuropeas por
el tiempo y su cultura, antes de desgajar y trasladar pedazos del cabaret
europeo, o que frecuente las actuales experiencias en las que danza y teatro se
combinan. Pero quizás la cuestión mayor sea su concepción sobre la función del
teatro: como arma política, como lanza social en un mundo en el que al teatro
se le exige que sea profesional; que no deje de ser un teatro estrechamente
ligado a lo que es la sociedad actual, pero deje los divertimentos escénicos para
Le Cirque du Soleil, que ya han
creado escuela.
UN MONÓLOGO LLAMADO
MITIN
La
publicidad sobre la representación anunciaba también la existencia de un
monólogo dentro de la obra, una incorporación de nuevo cuño en esa versión
diferente que esperábamos del clásico. En 2018 la “causa España” de entonces
está llena de nuevas cuestiones, de política reciente y, sobre todo, de futuro,
la definición de ese futuro. Abrir los escenarios a la calle es recoger el
sentimiento de lo que ocurre en ella. Pero una representación teatral no puede
dejar de ser lo que es, ni delante de un espejo cóncavo, deformante. Si el
grito de la calle no se transforma en esencia teatral cuando cruza el patio de
butacas, el teatro como tal deja de ser útil, pierde su origen y su vocación:
es un escenario de alquiler y oportunista.
Que el final
de la “no casa” de Bernarda Alba sea, micrófono en mano, un discurso de diez
minutos sin puntos ni comas, sin respiro, en el proscenio del escenario, hablando
de los derechos de las mujeres, el machismo y el efecto físico que en la
entrepierna de los hombres genera el concepto “sexo débil”, a mi me hubiera
puesto “palote” en la Plaza Nueva o en un escenario de ese inmenso teatro que
es el Arenal bilbaíno. Pero allí, entre los arcos barrocos recuperados del Arriaga,
ese discurso/mitin rompió el mediano sabor de boca de la versión de la obra,
barrió el recuerdo estético de los cuadros iluminados y esporádicos que vimos y
dejó a los protagonistas de la obra, Eusebio Poncela e Igor Yebra fuera de
juego de tal manera que el tímido aplauso final ya no era por su trabajo, sino
por el mitin a destiempo. Nadie se acordaba ya de la Casa de Bernarda Alba, de
ninguna de las dos.
La directora
Carlota Ferrer quiso sentirse la Adela de Lorca y decidió protagonizar el
papel, el determinante personaje esa enamorada hija de Bernarda, que representa
la otra cara de la represión por su actitud y un brindis a la libertad con su
propia muerte. Adela es la otra cara, sin duda alguna, de Bernarda Alba. Pero esa
Adela original pasó indefinida por el escenario durante toda la representación.
Hubiera sido bueno que esa Adela lorquiana hubiera salido al final de la
representación e hiciera su discurso, su monólogo, con el lenguaje del teatro, sobre
su significado, su sacrificio y su trascendencia.
En versión
discurso, más parecía que la directora, sin el ropaje de Adela, tenían que
explicar con el lenguaje burdo del mitin (aquí estoy, por mis cojones de mujer,
venía a decir) a unos idiotas espectadores -incultos, insensibles, machistas
vocacionales- lo que acababan de ver, por si no quedaba claro lo que Federico
García Lorca escondía en su obra original, no en la del espejo difuso y sordo
de la versión del Teatro Arriaga.
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