A mi amigo
Miguel le ponen todos los días encima de la mesa de su residencia un manojo de
lápices de colores para que los distinga y procure que esa realidad de madera
le devuelva del lugar donde su memoria se ha refugiado o vaga buscando refugio.
Lo suyo es Alzheimer, ya lo sabemos. Será difícil que se acuerde de quién era
el rey de España que una madrugada nos salvó de un golpe de Estado; de quién era
de verdad Adolfo Suárez, el falangista que llegó a ser el primer presidente de
la democracia transitoria que se iniciaba entonces. Miguel sabía por entonces
mucho de todo eso. En aquel tren que nos hizo recorrer el Cantábrico hablamos
de esas cosas e incluso nos dio tiempo a ver en un pueblo en fiestas el Teatro de Manolita Chén, envuelto en
melodrama y puntillas de vedette a ritmo de can-can.
Nadie
es muy optimista sobre que mi amigo pueda volver a la realidad de la que parece
huir y puede que hasta sea bueno, si no fuese porque algunas cosas, como la
ternura, son parte de esa realidad aunque se nos olvide de no usarlas. Él,
siempre inquieto, estaría igual de abochornado de la planicie social que España
vive, como un secarral inmenso rodeado de casas cerradas a cal y canto. Y más
sorprendido aún de que ese vacío sea el espejo de nuestra incapacidad de crecer
en vez de achicarnos hasta el nivel de lo anecdótico, que ha pasado a
convertirse en lo destacado, lo más notorio sobre nosotros.
(Foto Liberatión) |
No es una anécdota que ese rey
que reinó con la transición política surja ahora como la corona sucia de una
monarquía que acaba de cumplir cuatro decenios desde su
juramento, el de Juan Carlos I (22 de noviembre de 1975). Pero lo hemos convertido
en el tema político más importante del país, sobre el que se piden
comparecencias ministeriales, informes, investigaciones y, llegados a esto,
comparecencias reales. Para muchos, ese viejo y duradero acontecimiento que una
vedette de largas piernas ha vuelto a sacar a la luz, se ha convertido en la
clave de arco por donde la transición política se derrumba, por si ya estaba
poco deteriorada. O quizás se quiere que eso sea lo que la derrumbe.
Los nuevos republicanos y los viejos monárquicos
andan a la greña por ver quién llega antes con el pico y la pala para dar
entierro a ese periodo, al que le han puesto la vitola real alrededor del
cuello como la soga al condenado a la horca. La pobreza del secarral, ese Alzheimer
social que nos invade, quiere pasar por nuevo lo que ya sabíamos; por
ejemplarizante socialmente hablando, lo que no es sino un aditivo más del
espectáculo, porque nos aburrimos por inanición.
Medio país se rompe los hábitos frente a las
espacios rosa de las televisiones y los más sesudos medios de comunicación. “¡Es la bomba¡”, vienen a decir. Como si
fuésemos tan mayores, tan libres, que ya sacar del cajón los pañales sucios de
la infancia es un arrojo de democracia; como si el ensordecedor silencio
hipócrita que se ha mantenido durante decenios sobre esa cuestión fuera ajeno a
nosotros.
Probablemente, si leyésemos un poco más de historia,
la de verdad, no la del papel cuché o el plató tombolero, nos hubiera parecido
menos importante todo aquello y menos relevante ahora, todo seguiría un hilo
que no tiene que ver con la sangre, real o plebeya, sino con la cultura y la
educación. A un rey cleptómano se le hubiera puesto un tratamiento o una ayuda
personal. Pero que un rey montado en moto mantenga muñecas chochonas que su
primer ministro le ha recomendado por conocimiento previo, ahora es un
escándalo político que ensombrece un año de inseguridad institucional y cuatro
años más de involución hacia aquel tiempo en el que la transición no estaba en
el diccionario.
Miro a Miguel mientras navega por aquellos años y yo
sonrío con el recuerdo del Teatro de
Manolita Chén y la muñeca chochona, rubia, de piernas largas, escultural
que nos llevamos en brazos hasta el tren sin saber muy bien qué hacer con ella.
Éramos mayores para cometer el error de construirle una casa en Boadilla del
Monte y no daba la talla para convertirse en objeto de placer. Pero ya sabíamos
entonces que el error de los reyes y reinas era buscar cuernos por países
exóticos o rincones iluminados por la calle de la Princesa. Malo fue que el rey
destronado lo fuese por un cuerno africano y que sólo por eso pidiese perdón a
los españoles. Peor aún que el interés viejo, hipócrita, sobre la muñeca rubia
nos marque la agenda ética (quería decir política, pero me costaba).
Mi amigo Miguel y yo lamentamos en su día que la
insigne Manuela Fernández Pérez, Manolita Chén, pusiese fin a las cuarenta temporadas de su circo y
teatro ambulante. No sabíamos que en la rifa de aquella noche nos iba a tocar
la rubia de labios entreabiertos ni que a estas alturas íbamos a ver a los
beatos de la monarquía hacerse cruces y a los nuevos republicanos queriendo
quitarle los polvos a la historia.
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Clarividente como siempre. Sigue así Aurelio
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