A mi primo “Manolín” Romero
Cabrera, que quería saber
Mi hermana Araceli es quien mejor conoce a
los Serrano, la familia de mi madre, y a mi propia madre, que era la suya. A su
pesar, no puede evitar ser más Rosablanca que Serrano, aunque de que se
defienda de serlo. Pero tuvo la suerte de ser la primera y vivir esa etapa, si
la hubo, en que los apellidos mandan poco y, aunque se viva en un corral, la
ilusión de los comienzos tiene apellido propio. Luego no es peor; sólo es
diferente. Todos los hermanos, aunque se pueda pensar otra cosa, arrastramos la
envidia de los años que mi hermano Francisco vivió, hasta los 14, en el pueblo,
y se que él puede haberlo vivido de otra manera. La llegada de la abuela
Bernarda a Ciudad Real traía con ella el luto formal de la familia, pero su
sonrisa era la de Villanueva, aquella casa difusa repartida por todo el pueblo
de nuestra memoria, y las sombras de las parras. No era la envidia del
decorado. Arrastrábamos el desgarro de estar donde no pensábamos estar sabiendo
que existía ese lugar donde hubiéramos deseado seguir o comenzar a vivir.
Yo no tuve elección. Nací Romero porque, a esas alturas de la vida
de los padres, un hijo tardío viene con los genes repartidos, aunque siempre
ese miedo innato de los Serrano tuviera sobre mi una mano para protegerme,
superprotegerme, fuese mi madre, mis hermanas… Mi padre marcaba duramente las
normas de convivencia cuando estaba presente y consciente. Pero, al final, esa
casa solo podía ser una república, amable, temerosa, llena de edades diferentes
y desarrollos personales diferentes. Tal vez como todas, pienso.
Pero nací Rosablanca, también por despecho al entorno, al tipo de
pandilla tantas veces excluyente, y el tiempo más dulce de la memoria siempre
era cuando estaba o volaba hacia la fuente de La Membrillera mano a mano con
Adela o con el beso de Concepción en la mejilla. Dejé de estar allí cuando creí
haber encontrado una tercera vía entre lo que deseaba hacer y lo que me dejaban
hacer y por eso elegí ir al Seminario, sólo por unos meses, pensando que allí
vivía la paz, el sosiego. A doña Paz, la madre de un amigo, la conocí antes;
era la madre que iba buscando, porque casi nunca nos gusta la nuestra, o no la
encontramos cuando volvemos la cabeza, o no sabemos lo que queremos decirle y
ella no lo adivina.
Con el tiempo, al poco tiempo, descubres que
Dios no vive en los seminarios y vuelves al camino que habías apuntalado.
Magisterio. La elección había sido fácil. En Ciudad Real estudiabas, si podías
estudiar, Magisterio, Comercio o cura. Ya había fracasado en la primera opción
y odiaba, odio las cuentas. Me gustaba y lo hice, eso de compaginar el estudio de
la carrera de Magisterio con las clases en prácticas. Y descubrí que nunca
podría ser maestro aunque me gustase la pedagogía y la historia, pero nunca
podría ser capaz de enseñarla con la paciencia con que se hace una revolución
cuando tienes otra en los pupitres y una más, la de los padres, llamando a la
puerta de los cristales.
Ya escribía a los 14, gané algún premio a los
17 y fui periodista sin serlo hasta los 21. En esos años, entre los 16 y los
21, comprendí que debía descubrir mi propio apellido, sobreponerme a las
carencias de ser Romero y Serrano, y romper la sobreprotección. Nadé vadeando
las orillas familiares, disfruté de la facilidad de escribir, tener un pequeño
sueldo por disfrutar y descubrí la inmensa fortuna de la amistad, ese punto de la
escalada que tantas veces dejamos atrás sin comprender que allí no hay
apellidos, que allí se deja media alma.
Volver a ser Romero es un proceso lento,
porque a veces piensas que la inseguridad, el miedo, la terquedad, los nervios
incontrolados… son grietas de ti mismo que van inundando de agua el barco en el
que vas subido, soplando velas. Tampoco hay mucho tiempo para pensar. Ponerse
en pie todos los días es la hora más amarga, siempre eliges un pie para
levantarte aunque dejes otro atrás por un momento. Y elegir es un ejercicio
diario que cuesta y tiene costes.
Un día, descubres que sobrevives, que esa
mezcla de miedo, inseguridad, terquedad y suerte, también suerte, ha hecho que
el camino que elegiste puede ser bueno, y mezclas oficio, imaginación y un
gramo de riesgo. Con esa cartera cruzas un Ministerio, empresas, compañeros,
ideas, y hasta cargos. También cruzas ciudades y España de norte a sur como una
brújula loca cada equis tiempo, casa a cuestas y amores viajeros o a distancia.
Seguramente después de esos años, cuando ya
has extendido los brazos a lo ancho todo lo que has sido capaz, uno se detiene
porque empieza a sentir el hervor interno, la sensación constante de volver a
identificarte después de tantos años dedicado a identificarte con los demás. Y
una noche abres el ordenador y te salta a la mente el apodo “Rosablanca”. Lo
has escrito de corrido, en una sola palabra, pero de ese nombre cuelgan tantos hilos,
tantos recuerdos, tanta vida imaginada y tanto tiempo no recuperable que te
pones a hacer lo que sabes como lo sabes: escribir.
Soy Romero, sin renunciar a ser Serrano,
porque el espejo me lo recuerda a diario. He comprobado que ser “Rosablanca” no
es una chapa roja en la solapa; es un camino regado de memoria en el que te vas
encontrando lo que viviste, lo que no pudiste vivir, lo que olvidaste de vivir
y, sobre todo, lo que tienes pendiente por vivir, si no renuncias.
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Me llamo, o me llaman que quizás sea más cierto, Francisco Cesar, nací en Villanueva del Rey y casi todo lo que escribes me resuena como algo que, en otro cuerpo, yo he vivido. Como tu, estuve en un seminario, en mi cado en Santa Maria de Los Ángeles, seminario menor de la diócesis de Córdoba en el pueblo de Hornachuelos, estuve tres años , desde el 64 hasta el 67. Ahora vivo en Donosti y ha sido un placer comunicar contigo.
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