viernes, 10 de febrero de 2017

Mi apodo es "Rosablanca"

A mi primo “Manolín” Romero Cabrera,  que quería saber


Probablemente debería haber nacido en un pueblo de la sierra cordobesa, a mitad de camino entre la dehesa y el agua que rozaba Los Nogueros; habría vivido allí y terminado por colocar las botellas del Café Español, junto a Manolín, el otro Manolín primo, mirando de reojo al estirado Machaquito y disfrutando las albóndigas de la tia Julia. Podría haberme encontrado junto a Felisa sonriendo a los clientes y verla hacer caricias a los críos en San Isidro.  Y probablemente, como muchos otros, habría terminado por vivir en Córdoba, Belmez, Pueblo Nuevo, Barcelona o Palma, porque nada hay escrito sobre nosotros.
Mi hermana Araceli es quien mejor conoce a los Serrano, la familia de mi madre, y a mi propia madre, que era la suya. A su pesar, no puede evitar ser más Rosablanca que Serrano, aunque de que se defienda de serlo. Pero tuvo la suerte de ser la primera y vivir esa etapa, si la hubo, en que los apellidos mandan poco y, aunque se viva en un corral, la ilusión de los comienzos tiene apellido propio. Luego no es peor; sólo es diferente. Todos los hermanos, aunque se pueda pensar otra cosa, arrastramos la envidia de los años que mi hermano Francisco vivió, hasta los 14, en el pueblo, y se que él puede haberlo vivido de otra manera. La llegada de la abuela Bernarda a Ciudad Real traía con ella el luto formal de la familia, pero su sonrisa era la de Villanueva, aquella casa difusa repartida por todo el pueblo de nuestra memoria, y las sombras de las parras. No era la envidia del decorado. Arrastrábamos el desgarro de estar donde no pensábamos estar sabiendo que existía ese lugar donde hubiéramos deseado seguir o comenzar a vivir.
Yo no tuve elección. Nací Romero porque, a esas alturas de la vida de los padres, un hijo tardío viene con los genes repartidos, aunque siempre ese miedo innato de los Serrano tuviera sobre mi una mano para protegerme, superprotegerme, fuese mi madre, mis hermanas… Mi padre marcaba duramente las normas de convivencia cuando estaba presente y consciente. Pero, al final, esa casa solo podía ser una república, amable, temerosa, llena de edades diferentes y desarrollos personales diferentes. Tal vez como todas, pienso.
Pero nací Rosablanca, también por despecho al entorno, al tipo de pandilla tantas veces excluyente, y el tiempo más dulce de la memoria siempre era cuando estaba o volaba hacia la fuente de La Membrillera mano a mano con Adela o con el beso de Concepción en la mejilla. Dejé de estar allí cuando creí haber encontrado una tercera vía entre lo que deseaba hacer y lo que me dejaban hacer y por eso elegí ir al Seminario, sólo por unos meses, pensando que allí vivía la paz, el sosiego. A doña Paz, la madre de un amigo, la conocí antes; era la madre que iba buscando, porque casi nunca nos gusta la nuestra, o no la encontramos cuando volvemos la cabeza, o no sabemos lo que queremos decirle y ella no lo adivina.
Con el tiempo, al poco tiempo, descubres que Dios no vive en los seminarios y vuelves al camino que habías apuntalado. Magisterio. La elección había sido fácil. En Ciudad Real estudiabas, si podías estudiar, Magisterio, Comercio o cura. Ya había fracasado en la primera opción y odiaba, odio las cuentas. Me gustaba y lo hice, eso de compaginar el estudio de la carrera de Magisterio con las clases en prácticas. Y descubrí que nunca podría ser maestro aunque me gustase la pedagogía y la historia, pero nunca podría ser capaz de enseñarla con la paciencia con que se hace una revolución cuando tienes otra en los pupitres y una más, la de los padres, llamando a la puerta de los cristales.
Ya escribía a los 14, gané algún premio a los 17 y fui periodista sin serlo hasta los 21. En esos años, entre los 16 y los 21, comprendí que debía descubrir mi propio apellido, sobreponerme a las carencias de ser Romero y Serrano, y romper la sobreprotección. Nadé vadeando las orillas familiares, disfruté de la facilidad de escribir, tener un pequeño sueldo por disfrutar y descubrí la inmensa fortuna de la amistad, ese punto de la escalada que tantas veces dejamos atrás sin comprender que allí no hay apellidos, que allí se deja media alma.
Volver a ser Romero es un proceso lento, porque a veces piensas que la inseguridad, el miedo, la terquedad, los nervios incontrolados… son grietas de ti mismo que van inundando de agua el barco en el que vas subido, soplando velas. Tampoco hay mucho tiempo para pensar. Ponerse en pie todos los días es la hora más amarga, siempre eliges un pie para levantarte aunque dejes otro atrás por un momento. Y elegir es un ejercicio diario que cuesta y tiene costes.
Un día, descubres que sobrevives, que esa mezcla de miedo, inseguridad, terquedad y suerte, también suerte, ha hecho que el camino que elegiste puede ser bueno, y mezclas oficio, imaginación y un gramo de riesgo. Con esa cartera cruzas un Ministerio, empresas, compañeros, ideas, y hasta cargos. También cruzas ciudades y España de norte a sur como una brújula loca cada equis tiempo, casa a cuestas y amores viajeros o a distancia.
Seguramente después de esos años, cuando ya has extendido los brazos a lo ancho todo lo que has sido capaz, uno se detiene porque empieza a sentir el hervor interno, la sensación constante de volver a identificarte después de tantos años dedicado a identificarte con los demás. Y una noche abres el ordenador y te salta a la mente el apodo “Rosablanca”. Lo has escrito de corrido, en una sola palabra, pero de ese nombre cuelgan tantos hilos, tantos recuerdos, tanta vida imaginada y tanto tiempo no recuperable que te pones a hacer lo que sabes como lo sabes: escribir.
Soy Romero, sin renunciar a ser Serrano, porque el espejo me lo recuerda a diario. He comprobado que ser “Rosablanca” no es una chapa roja en la solapa; es un camino regado de memoria en el que te vas encontrando lo que viviste, lo que no pudiste vivir, lo que olvidaste de vivir y, sobre todo, lo que tienes pendiente por vivir, si no renuncias.



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1 comentario:

  1. Me llamo, o me llaman que quizás sea más cierto, Francisco Cesar, nací en Villanueva del Rey y casi todo lo que escribes me resuena como algo que, en otro cuerpo, yo he vivido. Como tu, estuve en un seminario, en mi cado en Santa Maria de Los Ángeles, seminario menor de la diócesis de Córdoba en el pueblo de Hornachuelos, estuve tres años , desde el 64 hasta el 67. Ahora vivo en Donosti y ha sido un placer comunicar contigo.

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