viernes, 2 de diciembre de 2016

SI HICIESE MÁS FRIO, SERÍA NAVIDAD


La estación a la que llegábamos en el autobús de la AISA que nos traía de Madrid era una nave inhumana, llena de monstruos grisáceos con ruedas y una persona ajena a todo, sentada al fondo sobre el mostrador bajo donde dejábamos los equipajes o los paquetes para su envío. Al pisar el suelo de hormigón despejabas el sopor que aún quedaba del sueño contra el cristal, la cara helada y la zamarra militar sobre las piernas. Todavía hoy arrastró aquella somnolencia de las noches en vela, despacho de soldados y bocadillos en Delicias.

Los jardines del Prado son una masa negra sobre la que se alza la sombra de la catedral. Como si fuese una estrella de ese cielo que nadie alcanza, el reloj señala entre la niebla el final de la torre. No hay campanas para esa tarde gris y fría, el nacimiento de corcho y barro se fue perdiendo y ya no saltan los plomos por ponerle bombillas al castillo de Herodes. 

La fragua cercana a la taberna Vinuesa ha cerrado a esas horas sin esperar al visitante. 

Mañana habrá que ir allí a buscar moco de herrero, negro, plomizo, para convertirlo en montañas regadas de harina.

Cruzar la puerta del garaje de AISA era redescubrir el muro rojizo del convento de las monjas Terreras, las puertas oscuras siempre cerradas como el cielo del atardecer y las maderas cruzadas de las ventanas, la rejilla que las separaba del mundo. Unos pasos más allá, en la esquina del zapatero de la calle Calatrava, la Navidad bajaba envuelta en niebla y humedad gris que solo rompían las tímidas luces de las farolas, tan débiles, tan inservibles como las lamparillas de aceite para los difuntos.

Con la mochila al hombro, buscábamos la Plaza del Generalísimo por si había algún adorno encendido. Se han borrado los colores de los arcos de bombillas, si alguna vez los tuvieron. La calle Feria sigue siendo un tubo estrecho hasta la acera del mercado de Abastos. Junto a la entrada del edificio, una muchacha mata el frío dándose palmadas en los brazos, rodeada de zambombas de barro y piel de conejo, carracas de colores y panderetas mudas esperando a cambiar su sonido por el tintineo de las monedas. 

La pandereta canta sola debajo del brazo, el macuto verde cuelga del hombro y la mano izquierda seca la nariz con un pañuelo blanco que reluce como palomas sobre el tapiz ingrato de esa Navidad de mahonesa y silencios. 





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