miércoles, 1 de agosto de 2012

La mala suerte de la dependencia

Hemos entrado en la tercera fase (o la cuarta, quien sabe ya) de la contrarreforma del Partido Popular. Mientras las apariencias económicas de la crisis siguen atrayendo la atención y generando titulares sobre este pobre "Sálvame" alemán, va calando desde el poder hacia la calle el plan social ya desenmascarado que la derecha gobernante llevó debajo del brazo hasta el Palacio de la Moncloa. Encubierto en déficit, va extendiéndose sin  un ápice de duda por toda la geografía, sorteando o imponiendo en cualquier tipo de objeción, propuesta o protesta de propios o extraños. Así, la ideología que se cubre con economía va llegando de la calle al sótano donde nos han estancado quien ideó la crisis y quienes la rentabilizan, ese lugar desde donde, como diría Buero Vallejo, la sociedad es el reflejo a través de un tragaluz.

Unos cuantos, ilusos, pensaron que la conocida como Ley de Dependencia aprobada por el Gobierno del PSOE iba a servir de freno a la reducción paulatina del Estado, que nada es sino la suma de los servicios que presta a sus ciudadanos. La Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia (LAPAD) llegó casi a convertirse en una realidad cuando solo era una ficción, una ley en papel, un ejercicio potente de comunicación en el que no era preciso explicar que nunca hubo dinero para aplicarla ni poder suficiente para hacerla aplicar a quienes la rechazaban de plano porque, ideológicamente, caía fuera de sus preocupaciones. Después, el expresidente Zapatero ha reconocido que las Comunidades Autónomas no han llegado a aplicar dicha ley, pero no contestaba a si puso el mismo empeño personal en prever la financiación que haría realidad la Ley -"bajar impuestos también es de izquierdas"- como el que mostró encerrar la crisis económica "pese a quien pese, me pese lo que me pese"

Así, la ley destinada a atender las necesidades de 700.000 personas dependientes de los cuidados de terceros por pérdida de su autonomía física, psíquica o intelectual, llegó tambaleante a las elecciones generales que nos trajeron la salida del gobierno socialista y con él se fue el anunciado "cuarto pilar del Estado de bienestar" o "Estado social" como le gusta decir el expresidente.

Poco ha tenido que hacer después el Gobierno del PP para darle la puntilla a la Ley y, sobre todo, a la realidad que se pretendía. La dependencia forma parte del ámbito de los servicios sociales y esa es una competencia, cuando hay dinero, por la que se pelean Comunidades Autónomas, Diputaciones, Mancomunidades y Ayuntamientos. Como se pelean cuando no hay ese fondo de inversión social y, entonces, la competencia acaba donde siempre estuvo: en el ámbito familiar de el/la dependiente y en las organizaciones de apoyo social que, también con ayudas económicas de las Administraciones, desarrollan la atención a las personas afectadas y a sus familiares más directos.

Bastaba con endosar a la crisis la razón por la que disminuyen o desaparecen estas ayudas directas o indirectas y, en un solo acto, el "coste" de la dependencia volvía a su estadio más injusto: Quien tiene, pagará por los servicios; la falta de recursos disolverá como un azucarillo las organizaciones sociales siempre exigentes y más activas; su espacio la cubrirá esa cuarto sector derivado del sector servicios, el sector sociosanitario privado. Quien no disponga de medios económicos suficientes vivirá en su propia carne aquello que Carlos Solchaga definía hace años como Estado de bienestar: En lo posible y en lo básico.

La familia como refugio de la dependencia es una trampa. para el dependiente y para quienes le atienden, quienes a su vez también se convierten más antes que después en dependientes. Pero en el razonamiento ideológico eso importa poco. Las personas con autonomía limitada necesitan un espacio de vida en el que se incentive esa autonomía y rehabilitación cuando es posible, la atención a la dependencia no puede ser una red de descanso para los familiares, normalmente mujeres, que añaden a su consideración sociolaboral la renuncia a una posibilidad de trabajo y desarrollo personal, la carga psicológica e incluso física de esa labor. La dependencia tiene nombre de mujer y todo esto es algo sabido, pero no por eso menos cruel: volver a hablar de ello significa que ya no estamos donde creíamos estar, sino más atrás que donde comenzamos el camino. Alguien abrió una ventana a la altura de la acera, con más voluntad que tino probablemente, y ahora alguien está vallando a la altura de nuestros ojos, con más saña y sin eufemismos.

Tan dado a hablar de las herencias que justifiquen su ideología y su plan, el Partido Popular -Rajoy es lo de menos- tiene en la dependencia y sus necesidades un marco excelente para el ejercicio de gobernar a su modo y manera, para demostrar que un plan, o una ley, se aplica porque se gobierna. Por sus hechos les juzgamos.

Hace algunos años, los Defensores del Pueblo, el de España como prefería llamarse entonces Enrique Mújica, y los de las Comunidades Autónomas analizaron conjuntamente el derecho de la sociedad a la existencia de servicios públicos no sometidos al valor del precio del servicio o la capacidad adquisitiva del ciudadano. Es decir, el derecho como esencia de la justicia. Preocupados por las personas en dependencia, valoraban la exigencia al Estado de su obligación en la prestación de dichos servicios, públicos, como raya que no se debe sobrepasar. La flamante Defensora del Pueblo (la de España) tiene una ocasión de lujo para lucir sus competencias, razones suficientes para intervenir y una sociedad anhelante porque alguien (no será ella?) ponga pie en pared a este nuevo turno de retorno social.

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