martes, 22 de octubre de 2013

La España que no queríamos

Para quienes llevan a cuestas el bidón de la gasolina, como una parte más de su cuerpo y como bombona de oxígeno para respirar, cualquier razón será buena para satisfacer su permanente tentación de hacer explotar cuanto le rodea. El camino viene siendo abonado desde hace dos años con pólvora fina, pendiente de ser incendiada, justo desde aquel dia en que ETA anunció su renuncia a la lucha armada como planteamiento político, lo que para el común de los ciudadanos es el fin del terrorismo que venían practicando y para los historiadores el cierre de una etapa de más de setenta años en la historia de España y, especialmente, del País Vasco y Navarra.

Los ministros de Justicia, Gallardón, y de Interior, Fernández Díaz.
Foto Luis Sevillano / EL PAIS











Mientras en aquellas vísperas del comunicado etarra unos ya comenzaban a marcar posturas por si ese proceso realmente se llevaba a cabo, sobre todo negándolo, otros llamaban a la reflexión sobre lo complejo, lento, agrio a veces y desalentador otras que sería, será, ese tiempo hasta lo que eufemísticamente llamamos normalización de la convivencia. Era de esperar que en este tiempo que vivimos fueran muchas los voces que intentaran poner algo de sosiego frente a quienes, con seguridad, iban a intentar justificar el silencio de las armas como un paso voluntario o por una supuesta nueva madurez de la sociedad a favor de sus planteamientos políticos, los que defendían con la violencia. Igual que había que contar con quien pretendería resaltar el olor a derrota de aquel comunicado y hacerla cuanto más evidente fuera posible, porque de la fijación de esa idea depende la contraria, el triunfo de la estrategia contra los violentos.
Trazar una calle entre ambas formas de ver el fenómeno de esta paz provisional era el reto previsible, para el que todos nos deberíamos haber preparado, no con un cierre de abrazo sino de aplicación de la legalidad sobre las consecuencias de aquella violencia, de aquel error de más de medio siglo que deja un agujero negro sobre el que la historia apenas podrá poner un filtro gris. Ese reto contaba con los alardes de quienes no se resignarían aún a la derrota o, peor aún, a una forma nueva de vivir la política, la que no cuesta vidas sino, a lo sumo, ideas. Contaba también con el ardor gubernamental al que el Partido Popular, ya en el Gobierno, no iba a renunciar, porque durante años su estrategia contra el terrorismo va unida a la necesidad del triunfo inmediato, el corto plazo, a pesar del trazo grueso de tinta que va dejando sobre la historia. Caminar por entre esas dos aceras, ya lo sabíamos, no iba a ser fácil.
Ha sido vilipendiada la aparición de los denominados mediadores o valedores del proceso de paz, que en realidad han contribuido menos al final de ETA que los propios giros ideológicos y necesidades estratégicas de la izquierda abertzale, que ha dejado a ETA sin argumentos políticos para su existencia, pero han servido para ir abriendo calle entre esos dos lados cuya incompatibilidad se exacerba día a día. Y, sobre todo, ha servido para recordarnos que, a pesar de las diferencias, las circunstancias, las dificultades en cada lugar, la paz era un punto al que se podía llegar. Instrumentados o no, pero si ignorados por los audenominados partidos constitucionalistas, la paz llegó al hilo de su labor y dejaron una pequeña marca sobre la que andar.
Impresionaba escuchar al representante de Gesto por la Paz cuando decía que nunca las víctimas fueron atendidas ni lo suficiente, ni a tiempo, en el anterior proceso de abandono de las armas por parte de ETA político-militar. Sobre todo resuenan sus palabras sobre las víctimas en este tiempo en que su atención, colaboración y compensación moral forman parte imprescindible de todos los proyectos futuros, a la vez que son también utilizadas, incluso por una parte de las propias víctimas, como argumento contra el avance mismo de la normalización si admitimos que la paz ya está instalada entre nosotros, como parece ser.
Cuando toda la sensibilidad está flor de piel, cuando las desconfianzas aún no han aparecido, cuando las ideas buscan cómo escribirse de forma indeleble, cuando los protagonismos de la izquierda abertzale están en entredicho, cuando la normalización política general de Euskadi comienza a instalarse y Navarra la mira con envidia, cuando…. Cuando todo está aún en barbecho, ha bastado una sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de la Unión Europea para que salga a la luz esa España negra que anida desde hace siglos en espera de sacar la cabeza en los momentos cumbre. Escuchar que se le pida al Gobierno que no aplique una sentencia de aplicación obligada que tiene que ver con una interpretación de la política penitenciaria que reinterpreta las propias sentencias y atenta a los derechos de la persona, cualquiera que sea el motivo de su pena, es una utilización política del dolor de las víctimas, de las que casi nadie se olvida pero algunos intentan utilizar en defensa de lo que ni las víctimas defienden.
Pertenece a esa España irredenta el hábito de que, por encima de las decisiones de sus gobernantes, ni los derechos de los ciudadanos sean suficiente razón para hacerles cambiar sus ideas, porque sólo las suyas son válidas más allá de leyes, tratados de estado internacionales y conciencias sociales. Han ido preparando un escenario progresivo hasta la eclosión final a la espera de la sentencia del Tribunal europeo, advertido de que tal vez seas obligado aplicarla pero que el gobierno y los jueves se guardan la opción de reinterpretar la aplicación de dicha decisión, para lo cual han creado la imagen de una España invadida de etarras multiasesinos en libertad y otros muchos delincuentes “comunes” que reincidirán porque lo llevan en su ADN.
Eran muchas las voces, incluida la del Ararteko (Defensor del Pueblo de Euskadi), que ya habían advertido de que no era sostenible el actual régimen penitenciario impuesto a los presos, también a los condenados por violencia y asesinato terrorista, porque conculcaba esos mismos derechos que el Tribunal europeo defiende con su sentencia. Fue muy duro escuchar a dúo a los ministros de Justicia y de Interior que esa sentencia es un caso aislado, que no se trata de un recurso contra una forma de entender los derechos humanos y, a la vez, que su aplicación será estudiada caso por caso, como si cada celda tuviera un régimen especial en función del penado y su causa.

La paz no es sinónimo de olvido, porque sería irracional como sociedad y porque el objetivo de la paz es el principio de la convivencia y también su consecuencia. Construir ese camino no es un ejercicio teórico, será una parte de la política futura para restañar esa sociedad que la ha sufrido. No será fácil, sino complejo y lento. Pero será posible si la convivencia democrática y el apoyo al final de los procesos de cambio se convierten en la misión de la política y no se obstaculiza. España y Euskadi comparten la misma necesidad de esa paz después de la violencia, aunque a veces nos recorra un escalofrío al ver que “empieza a amanecer” aquella España que no queríamos.

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