jueves, 8 de noviembre de 2012

Uno de los nuestros

La tierra hierve a veces bajo los pies de la sociedad como un volcán a punto de reventar la superficie; los chorros de vapor o las pozas ardientes solo son síntomas, como citas turísticas, de lo que por dentro ocurre. La sociedad hierve a veces como un enorme globo de goma al que miramos sorprendidos, embelesados, asustados, porque aún no haya hecho explosión en nuestras propia cabeza. El mundo y la sociedad poseen mallas de contención y relojes invisibles que permiten soltar presión como si fuese un divertimento o dejar escapar aire para un revoloteo de corto recorrido. Controles propios para que nada se extinga y pueda seguir existiendo.

Berlin 2012.  Ante el monumento al holocausto nazi de homosexuales y lesbianas






Ni las mayores crisis, ni los peores desastres han conseguido hasta ahora, desde aquel ignoto big bang que, dicen, transformó nuestro universo llevándonos hasta lo que hoy somos, no han conseguido echar abajo al refrán gallego de "nunca chove que non escampe" o, lo que es igual, "no hay mal que cien años dure". De cuando en cuando avanzamos, sorteamos las mallas que atenazan el mundo y conseguimos hacer que el aire huela de forma diferente, que las sociedades introduzcan formas de entender, ver y aceptar que algunos tabúes no son hijos de las creencias religiosas ni tampoco descubrimientos científicos. Que, en el fondo, el ser humano es menos complejo de que lo que parece, si le dedicásemos un segundo más a conocerlo. Sería fácil hacer que la sociedad avanzase de forma menos traumática, de que conceptos más profundos que los convencionalismos, como la libertad, la igualdad, la equidad como marco para la justicia real no suenen a discurso político de oportunidad, sino a la base común de nuestra vida en convivencia, tan normales, tan sin excepcionalidad como que los árboles pierden y recuperan las hojas cuando toca, o que cada 24 horas el día cambia en el calendario con la naturalidad de la mano que pasa la página o cambia la tecla del móvil.

Aún calienta el aire de esa explosión aparente que ha significado el rechazo por el Tribunal Constitucional del recurso presentado por el Partido Popular a la Ley que, la presentara quien la presentase, traslada al terreno de lo natural, de lo razonable, de lo humano, la posibilidad de que un hombre y una mujer tengan iguales derechos ante la ley que un hombre y otro hombre o que una mujer y otra mujer para contraer o deshacer su convivencia bajo un contrato civil de matrimonio. Una ley que venía aplicándose desde que fue promulgada hace siete años y que, siete años después de esa fecha, el Tribunal Constitucional ha tenido a bien darle carta de normalidad constitucional. Han sido precisos siete años para quitarse de encima una espada de Damocles que razones políticas, discrepancias, visceralidad, demagogia o conveniencias personales sostenían sobre la cabeza del conjunto de la sociedad,. fuese cual fuera la postura de cada cual respecto a dicha ley.

Con seguridad, la sociedad explosionó antes que sus gobernantes en este país, y son muchos más de siete años los que viene rugiendo esa presión hasta la explosión mediática de ayer. Muchos más años que el tiempo de la copa de cava de hace 24 horas. Porque ya hace muchos más años que la sociedad, norte, sur, este, oeste del país, habían convertido en cultura de civilización lo que era una excepcionalidad para la España oficial.

Con seguridad también hay mucho de carga personal en esa decisión del Tribunal, de particularidades y razones individuales en el posicionamiento de cada cual, aunque estemos acostumbrados a agrupar buenos/malos según quien juzgue a los que juzgan. No hay una razón de genero que pueda socavar las demás razones para la libertad individual. Cualquier homosexual, lesbiana, heterosexual es una parte individual de esta sociedad que a duras penas alcanza cotas mayores de libertad contra vientos y tempestades. Ese contraste, ese choque que llamamos cultural, otras veces ideológico, la mayoría de las veces regado de creencias, es el ruido de hoy ante una libertad reclamada a destajo desde hace tantos años, conquistada a escalones sin desánimo y, al fin, convertida en hecho social por encima de leyes y legisladores.

Hay conquistas tan duras como el pedernal, pero aún por entre las grietas más estrechas, la presión de la vida, de la libertad, hace algunos días más nuestros y menos parte de la negra historia que nos ancla.

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