lunes, 12 de noviembre de 2012

Puntos cardinales: Fronterizos

Para Ana.

Por una puerta salías de Ciudad Real y entrabas en Badajoz, por la otra saltabas de Badajoz a Córdoba en un santiamén, y por la misma podías ir de Córdoba a Ciudad Real sin aduana. No había "dutty free" ni similar, apenas un banco de madera contra la pared, frente a la puerta que daba a los andenes de viajeros. Aquella sombra del reloj anclado en la pared marcaba las 7,20 de la tarde y, desde Algodor, el tren de madera había atravesado el tiempo y los montes mintiendo a cada instante sobre donde estabas. Eras el único viajero que apareció y la maleta de tus manos decía que eras tu.


De aquel taxi/bus que nos llevó hasta el pueblo la memoria solo guarda el color grisaceo de la carrocería y aquel insorportable olor a gasóleo quemado que importaba poco y parecía un brindis al seco paisaje del futuro. Junto a la iglesia, la llegada era la fiesta con hora fija de todos los días para quienes llegaban de Peñarroya o de más lejos en el tren. Docenas de criaturas esperaban al familiar viajero o al menos una sonrisa del forastero. Pocos premios había en Villanueva como los de esa hora: cerezas gruesas, granates y voluptuosas de junto a un río desconocido; rosquillos pringados de miel o la mano que removía el pelo de las cabezas infantiles.

Bajo el brazo traías aquel inmenso libro, como una Biblia para pecadores: "Que el cielo la juzgue". Dias después lo leímos juntos viendo escapar el agua por aquel mortecino arroyo en esa ficción de cortijo, adobe sobre adobe, saco por cama y pan en la tinaja. Tal vez el cielo no la haya juzgado aún. Ni tu ni fuimos capaces de terminar la historia bajo el sol imposible de aquel agosto y el picor de la intoxicación de chirlas con perejil en pleno secarral.

Al llegar a casa, la luz del patio en el fondo iluminaba un pasillo de piedra clavada en el cemento y baldosa roja a los lados, a los pies de las puertas de las habitaciones. Junto a aquella luz la cocina se escondía de un patio ardiendo, una parra pelada y una codorniz enjaulada con quien la gata jugaba al que te doy sin levantarse del suelo, como viejos conocidos de aquella sombra. Tu abuela, enjuta y con el luto a cuestas de decenas de años, se levantó de la silla, echó hacia atrás el velo negro de paseo y me dio dos besos, como aquellos otros de más tarde, sentados en el sofá de skay verde, sin venir a cuento, mientras mirábamos en la tele una de piratas.

Comimos torta de anises y café con leche, como cena de fiesta para el recién llegado. Dormimos en camas diferentes de una misma habitación y cada uno soñamos una realidad distinta. Tu, la que recuperabas después de tantos años, desde aquella huída forzada campo a través mientras las cunetas enrojecían al alba; yo, la ilusión vana de un cortijo con parra y arroyo junto a la era; a nuestra edad, todas las realidades imposibles son sueños al alcance de la mano.

Los Nogueros era como el pulmón verde que decimos ahora, pero en las afueras, pasada la era, bordeando aquel pequeño río que había supuesto al alcance de mi mano. Con el almuerzo sobre las piernas, las camisetas blancas de tirantes marcaban los cuerpos ennegrecidos de los segadores y los nogales se inclinaban hacia la línea húmeda del agua, dándoles cobijo, allí, por encima del pueblo, en la loma que llevaba a Badajoz de nuevo. Años después, en uno de esos viajes con los que escarbas en el pasado, llegamos de nuevo a Los Nogueros y sólo una fuente de piedra, de caño seco, recordaba que allí se limpiaban el sudor de la siega con agua fresca antes de arrojar de nuevo el grano contra las nubes.

De aquel otro viaje trajimos vino blanco de la tinaja, de pitarra decían que se llamaba; el blanco y negro del cine en el patio de Correos, subidos a la leña y mirando entre las cañas verticales de la pared; el calor del baile en la boda de tu prima, en el piso de arriba del Bar Español; y la mirada al infinito del abuelo Manuel, con el traje gris de chaleco cerrado, sin corbata, lleno de años y sosiego.

Por el sur entras al oeste, a Extremadura; por el oeste vas más hacia el norte, a Ciudad Real; y desde esta puerta entras en la memoria, en el sur, donde los olivos pierden su color al despertar.


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