Para
quienes llevan a cuestas el bidón de la gasolina, como una parte más de su
cuerpo y como bombona de oxígeno para respirar, cualquier razón será buena para
satisfacer su permanente tentación de hacer explotar cuanto le rodea. El camino
viene siendo abonado desde hace dos años con pólvora fina, pendiente de ser
incendiada, justo desde aquel dia en que ETA anunció su renuncia a la lucha
armada como planteamiento político, lo que para el común de los ciudadanos es
el fin del terrorismo que venían practicando y para los historiadores el cierre
de una etapa de más de setenta años en la historia de España y, especialmente,
del País Vasco y Navarra.
Los ministros de Justicia, Gallardón, y de Interior, Fernández Díaz. Foto Luis Sevillano / EL PAIS |
Mientras en aquellas vísperas del comunicado etarra unos ya comenzaban a marcar posturas por si ese proceso realmente se llevaba a cabo, sobre todo negándolo, otros llamaban a la reflexión sobre lo complejo, lento, agrio a veces y desalentador otras que sería, será, ese tiempo hasta lo que eufemísticamente llamamos normalización de la convivencia. Era de esperar que en este tiempo que vivimos fueran muchas los voces que intentaran poner algo de sosiego frente a quienes, con seguridad, iban a intentar justificar el silencio de las armas como un paso voluntario o por una supuesta nueva madurez de la sociedad a favor de sus planteamientos políticos, los que defendían con la violencia. Igual que había que contar con quien pretendería resaltar el olor a derrota de aquel comunicado y hacerla cuanto más evidente fuera posible, porque de la fijación de esa idea depende la contraria, el triunfo de la estrategia contra los violentos.
Trazar una
calle entre ambas formas de ver el fenómeno de esta paz provisional era el reto
previsible, para el que todos nos deberíamos haber preparado, no con un cierre
de abrazo sino de aplicación de la legalidad sobre las consecuencias de aquella
violencia, de aquel error de más de medio siglo que deja un agujero negro sobre
el que la historia apenas podrá poner un filtro gris. Ese reto contaba con los
alardes de quienes no se resignarían aún a la derrota o, peor aún, a una forma
nueva de vivir la política, la que no cuesta vidas sino, a lo sumo, ideas.
Contaba también con el ardor gubernamental al que el Partido Popular, ya en el
Gobierno, no iba a renunciar, porque durante años su estrategia contra el
terrorismo va unida a la necesidad del triunfo inmediato, el corto plazo, a
pesar del trazo grueso de tinta que va dejando sobre la historia. Caminar por
entre esas dos aceras, ya lo sabíamos, no iba a ser fácil.
Ha sido
vilipendiada la aparición de los denominados mediadores o valedores del proceso
de paz, que en realidad han contribuido menos al final de ETA que los propios
giros ideológicos y necesidades estratégicas de la izquierda abertzale, que ha
dejado a ETA sin argumentos políticos para su existencia, pero han servido para
ir abriendo calle entre esos dos lados cuya incompatibilidad se exacerba día a
día. Y, sobre todo, ha servido para recordarnos que, a pesar de las
diferencias, las circunstancias, las dificultades en cada lugar, la paz era un
punto al que se podía llegar. Instrumentados o no, pero si ignorados por los
audenominados partidos constitucionalistas, la paz llegó al hilo de su labor y
dejaron una pequeña marca sobre la que andar.
Impresionaba
escuchar al representante de Gesto por la Paz cuando decía que nunca las
víctimas fueron atendidas ni lo suficiente, ni a tiempo, en el anterior proceso
de abandono de las armas por parte de ETA político-militar. Sobre todo resuenan
sus palabras sobre las víctimas en este tiempo en que su atención, colaboración
y compensación moral forman parte imprescindible de todos los proyectos
futuros, a la vez que son también utilizadas, incluso por una parte de las
propias víctimas, como argumento contra el avance mismo de la normalización si
admitimos que la paz ya está instalada entre nosotros, como parece ser.
Cuando
toda la sensibilidad está flor de piel, cuando las desconfianzas aún no han
aparecido, cuando las ideas buscan cómo escribirse de forma indeleble, cuando
los protagonismos de la izquierda abertzale están en entredicho, cuando la
normalización política general de Euskadi comienza a instalarse y Navarra la
mira con envidia, cuando…. Cuando todo está aún en barbecho, ha bastado una
sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de la Unión Europea para que salga a
la luz esa España negra que anida desde hace siglos en espera de sacar la
cabeza en los momentos cumbre. Escuchar que se le pida al Gobierno que no
aplique una sentencia de aplicación obligada que tiene que ver con una
interpretación de la política penitenciaria que reinterpreta las propias
sentencias y atenta a los derechos de la persona, cualquiera que sea el motivo
de su pena, es una utilización política del dolor de las víctimas, de las que
casi nadie se olvida pero algunos intentan utilizar en defensa de lo que ni las
víctimas defienden.
Pertenece
a esa España irredenta el hábito de que, por encima de las decisiones de sus
gobernantes, ni los derechos de los ciudadanos sean suficiente razón para
hacerles cambiar sus ideas, porque sólo las suyas son válidas más allá de
leyes, tratados de estado internacionales y conciencias sociales. Han ido
preparando un escenario progresivo hasta la eclosión final a la espera de la
sentencia del Tribunal europeo, advertido de que tal vez seas obligado
aplicarla pero que el gobierno y los jueves se guardan la opción de
reinterpretar la aplicación de dicha decisión, para lo cual han creado la
imagen de una España invadida de etarras multiasesinos
en libertad y otros muchos delincuentes “comunes” que reincidirán porque lo
llevan en su ADN.
Eran
muchas las voces, incluida la del Ararteko (Defensor del Pueblo de Euskadi),
que ya habían advertido de que no era sostenible el actual régimen
penitenciario impuesto a los presos, también a los condenados por violencia y
asesinato terrorista, porque conculcaba esos mismos derechos que el Tribunal
europeo defiende con su sentencia. Fue muy duro escuchar a dúo a los ministros
de Justicia y de Interior que esa sentencia es un caso aislado, que no se trata
de un recurso contra una forma de entender los derechos humanos y, a la vez,
que su aplicación será estudiada caso por caso, como si cada celda tuviera un
régimen especial en función del penado y su causa.
La paz no
es sinónimo de olvido, porque sería irracional como sociedad y porque el
objetivo de la paz es el principio de la convivencia y también su consecuencia.
Construir ese camino no es un ejercicio teórico, será una parte de la política
futura para restañar esa sociedad que la ha sufrido. No será fácil, sino
complejo y lento. Pero será posible si la convivencia democrática y el apoyo al
final de los procesos de cambio se convierten en la misión de la política y no
se obstaculiza. España y Euskadi comparten la misma necesidad de esa paz después
de la violencia, aunque a veces nos recorra un escalofrío al ver que “empieza a
amanecer” aquella España que no queríamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario