Desde el sur, el norte es como un ramalazo de melancolía, que iguala el tañer de campana de la ermita marinera de San Juan de Gaztelugatxe con el golpe de niebla gris y sesta amarilla arriba de Piedrahita, cuando te bajas del autobus porque no hay dios que siga sin ver.
En Gaztelugatxe no se puede ascender mientras rezas. El via crucis de escalones no te carga de espíritu religioso: Este trasiego personal de ascenso lento y descenso ligero te va alejando en cada esquina de ti mismo hasta reencontrarte con la raspa de tu alma y las quejas de tu cuerpo delante y después de millones de huellas anteriores. Escalones entre agua asombrada de tan lejos y tan cerca, de ese verde tajo en la tierra que llama a puerto de un faro a otro, de una bocana a otra. Una roca en altamar a bocajarro.
Os advierto. Descubrid que entre el gris invierno de Os Ancares y el amarillo de la retama que crece junto al románico recondito de ese Empordá que arde como la yesca gallega del eucalipto, no hay matices, que uno es solo uno mismo, en todo este recorrido, sea dormido o despertando asombrado de la inmensidad de la playa de O Sablon de Bayas/Avilés o el vacío imaginado donde Monte Louro esconde el sol cada tarde.
Y con la mirada puesta en un punto u otro de este mapa, desde la pequeñez humana descubres que no hay diferentes, manos distantes, sino distancias.
En este norte no hay norte sin mar, un horizonte verdiazul que te acompaña mordiendo la arena sin saciarse y te reclama para brincar sobre la espuma como lo hacen los cuerpos domados en la Tarifa del sur o las playas asturianas, ensimismados en el riesgo, vencedores del miedo en todo caso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario