En los minutos más posconstitucionales, en vísperas de aquellas
primeras elecciones democráticas, la Unión de Centro Democrático encargaba a su
Gabinete de Prensa electoral el programa de la coalición con la sombra en la
nuca del partido único que pretendían. Sumaban, corta/pega, diferentes
programas de diferentes partidos con voluntad de centro pero origen y actitudes
dispares frente a la dictadura franquista. Todos, eso si, intentando aprovechar
el ímpetu de una sociedad ansiosa de libertad.
Parte de aquel trabajo de ensamblaje del vehículo centrista buscaba
respuesta, una posible postura conjunta ante aquella dicotomía que denominaban
La Europa de los pueblos y la Europa de las naciones. Un trabajoso estudio al
parecer para, finalmente, defender la primacía de los Estados sin enfadar a los
poderes regionales ya instaurados en la naciente España de las autonomías.
La preocupación política por aquellos días era hacia el futuro, cómo
establecer la relación con los poderes fácticos, especialmente económicos, de
Catalunya y el País Vasco, sin mover el suelo hasta el punto de provocar a los
sables aún desenfundados. Se pensaba que la recién recuperada libertad era
suficiente de cara al conjunto de la sociedad y que un programa de desarrollo
de algunos derechos colectivos valdría como mejor promesa electoral. Olvidaban
en esa preocupación por el futuro español las diferencias sociales y económicas
que habrían de surgir con fuerza de forma inmediata en cada territorio y
sustentarían la estrategia de los principales partidos democráticos, dormida la
ilusión federalista para unos mientras otros desplegaban la ambición
independentista por bandera como una confusa mixtura de libertades y raíces.
Era, en todo caso, un tiempo decisivo para el futuro político y
social español, el clamor de la libertad en la calle como alfombra de esa
transición iniciada hacia la democracia y la convivencia, ahora vemos que con
dificultades para el olvido.
Hace unos días, el Parlamento vasco decidía aplicarse una especie de
jornada intensiva extraordinaria durante el mes de julio para poner a punto y
debatir la batería de leyes que el Gobierno López tiene pendientes de ver
aprobadas por un Parlamento que nació antes del anuncio por ETA del abandono de
las armas y pendiente aún de un esperado anuncio de disolución de la mano
terrorista.
Igual que entonces, la razón del Estado ilumina al Gobierno de los
herederos de UCD y amenaza decenios de desarrollo autonómico cuando más poder
que nunca la derecha ostenta en las regiones y nacionalidades españolas. E
igual que entonces el debate se polariza en algunos territorios entre la
bandera de la mejora de las condiciones sociales de los ciudadanos y la bandera
del espíritu nacionalista. Hasta el punto de que se impulsa la marca “modelo
Euskadi” y el debate lo confronta con el “modelo PP” imperante en casi todo el
Estado.
También la sombra del futuro se posa en el cuello de esa jornada
prolongada del Parlamento vasco, la continuidad de la actual configuración
corre el riesgo de interrumpirse anticipadamente y no por el tiempo que aun
falta de legislatura, sino por la presión ambiental sobre el propio lehendakari
López y los restantes grupos políticos de ese inicio de transición trasladado
desde la historia hasta el presente de Euskadi, donde la violencia fue la nube
negra que durante los últimos cincuenta años impidió pensar en el futuro, en el
sol de libertad que hace unos meses asoma.
El juego de intereses políticos y económicos ha quedado al descubierto
tras la paralización del terrorismo y esa misma situación de esperanza ha dejado
desnudos a demasiados reyes. De una parte, las vergüenzas al aire de la
insuficiencia parlamentaria socialista, la dificultad para vertebrar desde el
Gobierno y con pérdida de apoyo social una Comunidad que nace del compromiso de
regar cada día las raíces superficiales de la historia pero no penetra en la
tierra común, la que hace país decididamente. El PSOE ha soportado a duras
penas las tensiones federales en su historia, pero ha hecho mella, aunque desde
la minoría política, en el suelo rocoso de Euskadi planteando un modelo fiscal
que no es menos de Euskadi pero sí más equitativo y eficaz .
Las vergüenzas al aire también de la cobardía política de los
populares, que deciden escapar a cualquier responsabilidad de Gobierno en la
actual situación, y descubren la
eterna impostura de su discurso autonomista en cuanto Madrid aprieta pero
mantienen el apoyo en Catalunya a la derecha nacionalista de Convergencia y
Unió, como una bicicleta de piñón trucado.
De otra parte, las vergüenzas al aire del nacionalismo asustado por
quienes reclaman sin armas independencia, arrebatándoles el argumento histórico
de la defensa de los pueblos frente a los Estados, y desorientados ante la
evidencia de que la historia es posible sin ellos.
Finalmente, las vergüenzas al aire de quienes tanto les cuesta vivir
sin las manos sujetas al hierro, de convivir sin techos negros por encima y a
quienes los ciudadanos y el apoyo del nacionalismo económico les pusieron en
las manos una responsabilidad mejor, la de gobernar, defraudada no por los
aprendizajes, sino por ese hábito tan interiorizado de la imposición.
Decía recientemente la consejera de Trabajo del Gobierno Vasco,
Gemma Zabaleta, que “hemos pensado más en
lo que ha pasado que en lo que está pasando y lo que ocurrirá en el futuro”. Tal
vez sea hora de dar por cerrado el pasado como obsesión, advertir que el
presente se queda pequeño. Y que, incluso electoralmente, el futuro apuesta por
los pueblos, por el bienestar y por poner fin a esta transición hacia la
libertad, aquel valor superior que defendíamos en las primeras elecciones
generales mientras UCD perdía su futuro entre los papeles sobre el modelo de
Estado sin advertir que el país caminaba irremisiblemente sin ellos.
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