Tenía por costumbre no dejar
hablar de él fuera de la mesa, donde se encogía hasta convertirse en uno más.
Apartaba las migas del mantel a un lado sin rozar aquellos puños de camisa, dobles, que
alguna vez llevaron gemelos y fueron de otro: inmaculados, llenos de finos
hilos blancos en el borde que contaban lavadas a cientos y lejías por litro
entre unos puños de mujer para casi todos desconocida. Comía despacio, deshaciendo el
pescado con las manos como si estuviese preparando los trozos de la hostia blanca
para dar la comunión. Hasta eso era una parte de su hábito, de su rito
colectivo, siempre con ese “todos los demás” en la boca que nunca le incluía a
él por voluntad propia.
Te desengañaba todas las teorías
sobre la púrpura y el boato de la iglesia que solfeábamos con la rojería a flor de piel cuando llegabas a la
puerta de la casa del cura, al lado de la iglesia de los Remedios, un banco de
madera, una mesa de despacho, una silla y una cama de 90 en un lugar recogido
era todo, como aquellas casas de maestro de los años 50, con el brillo chillón
del pino barnizado. Allí, alrededor de esa mesa, se agolpaban todas las historias
silenciadas de Estepona, la suya incluida, ahora si, del sueldo que daba a una
familia para que sus dos hijos estudiasen a cambio de lavarle y plancharle la
ropa, y le pusieran en condiciones esas botas de media caña que alguien le
regaló para invierno y verano
Ya lo conocían bien, sabía cómo era. Desde aquella
noche que se enfrentó al obispo de Málaga y durante semanas intentó hacerle la vida imposible desde
la COPE por negarse a decir la misa del aniversario de la muerte de José
Antonio, ya muerto Franco. Una noche entera escuchando los portazos de los
coches de policía que no pudieron mostrar de otra manera su saña. Poco tiempo
antes era la compañia fija de los camioneros malagueños en su huelga salvaje. Camino de la
cárcel, como uno más del piquete, se alegraba de “disponer de más tiempo para leer esa nueva Biblia que me han
enviado”.
Elegido el pescado de los cubos en
Casa Antonio, en la playa de Sabinillas, don Manuel esperaba el plato mientras
desmigaba el pan y hablaba de esa universidad que Málaga necesita para darle
una salida al menos cultural a la gente del paro, el mal periódico del mar y el
permanente de la tierra. No era suficiente haber creado un barrio, el barrio
del Cristo, para pescadores ni rezar durante cincuenta años en aquella iglesia
del alto del pueblo, rosario de geranios reventones arriba por las esquinas. Un sueldo de cura
no era nada frente a esa realidad, ni la palabra de la misa el bálsamo de
fierabrás debajo de
ese cristo suspendido, desnudo, sobre el altar, una piedra desnuda dentro de una
iglesia encalada hasta hacer daño a los ojos y sin una imagen que te distraiga
de la historia principal, la de aquel colgado hacia el que don Manuel levantaba las
manos pidiendo ayuda.
Con un pie en la parroquia y otro
en la vida, don Manuel era el resumen de aquella ideología de la Izquierda
Democrática de Ruiz Jiménez de tan poco éxito, salvo el personal, o la
preocupación reciente que se veía en los ojos de Pepe Chamizo, que ya no es
Defensor del Pueblo desde un cargo de esa Andalucía que por arriba viaja a la
deriva y por debajo va juntando como puede los pedazos de una vida normal tan
imposible. Todos ellos tuvieron o tienen ese toque pausado, ese gesto reflexivo antes de que la palabra salga. Uno, don Joaquín, quería que la iglesia, como la de la COPE DE entonces y ahora, formase parte del gobierno de la democracia diaria. Otro, don Manuel, le preocupaba el dia a día y contar con Dios aunque no con la Iglesia. Y otro, don José, Pepe, ocupó un despacho desde el que lanzar dardos a la política que no creía en dios ni la iglesia o abusaba de su nombre en vano.
Don Manuelnos guió por ese callejón del bienmesabe de Estepona y en cada puesto había un adiós, como una oración diaria en voz baja
Don Manuelnos guió por ese callejón del bienmesabe de Estepona y en cada puesto había un adiós, como una oración diaria en voz baja
El sol traicionero de aquella tarde te
llevaba calle arriba hasta los Remedios. Doraba los rayos sobre el lomo negro de esa escultura en
hierro, la de un cura negro de cara inexpresiva y sotana al viento. Sotana, ausencia,
puños nuevos… A los hombres a veces nos cuesta entender las obras de otros
hombres. Pero cuesta más aún entender el desconocimiento.
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