De diferentes profesiones,
todos nos encontrábamos juntos en aquel repecho mÁs umbrío del jardín durante
estos pasados días de caluroso verano. Habíamos dejado de lado en aquel
coloquio de cinco personas las cuestiones laborales sabiendo que hace más de un
año nuestro trabajo es una ola sin luna, un horizonte indefinido.
Cumplidos ya los 45 años,
fuimos acomodando las inquietudes al día a día profesional y nuestra razón
básica era el oficio y la eficacia de nuestra labor. Todos eramos empleados
públicos de diferente nivel y modo de relación laboral pero todos comulgábamos
con el afán de lo público: la base imprescindible de un Estado social de
derecho que aúna dos conceptos, el del derecho colectivo como fundamento de nuestros
servicios y la misión social de ese trabajo.
Nos preocupaba menos cómo
aquilatar la silla al suelo, nuestra realidad individual al sísmico movimiento
que se estaba produciendo. La ruptura del status quo no era económica ni de
mayor dedicación. Su consecuencia más inmediata era el fin de ese concepto
fundamental, el del derecho colectivo, y la conversión en negocio de nuestra
razón vocacional: lo social.
De pronto comprobamos que nos
habíamos quedado con la silla en la mano viendo donde situarla, con un jardín
hundido y reseco a cientos de metros de profundidad y el eco de unas palabras: de lo social, lo posible. Hoy lo social,
lo publico es lo imposible y ni hay debate; es el final de una batalla en la
que no se perdona ni un resquicio.
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