Los
mecanismos de los partidos políticos son totalmente desconocidos para el común
de la sociedad; también lo son para una gran parte de la afiliación de un
partido, salvo quienes dedican su tiempo a la política partidaria directamente
a través de personas interpuestas. Ese
desconocimiento no es en si mismo una cuestión grave porque la vida interna de
los partidos no es trascendente ni preocupa durante la normalidad y si llega a
la opinión pública es por posibles confrontaciones más personales que ideológicas,
porque parece que son las únicas que dan. Curiosamente, son quienes ocupan
dichos puestos internos quienes más suelen trasladar a la sociedad la idea de
que no hay ideas en juego sino intereses de cariz personal.
Esta estrategia ha
llevado a demonizar cualquier debate público, a castigar el intercambio de las
ideas entre la sociedad cuando no hay nombres propios por medio y a amedrentar
a los afiliados, reticentes unos y convencidos otros de que no sea de forma
pública como de establezca el debate de las ideas, cuando hay la posibilidad de
que exista.
Esa
afirmación permanente de que los trapos sucios se discuten en casa ha rebajado
así el debate político propio al nivel de lo vergonzoso e internamente lo ha
limitado a la voluntad acrítica y soberbia de quienes ocupan dichos cargos
internos o con actividad pública como representantes de ese partido político.
No
es una valoración referida exclusivamente al socialismo español, ni muchísimo
menos al del PSE-EE de Vitoria en sus dos agrupaciones locales, que
recientemente han renovado sus cargos como cierre de un ciclo congresual
iniciado con la reelección de Patxi López como secretario general del
socialismo vasco el pasado mes de febrero, en un congreso que ya dio la pauta
de todo lo demás.
Ese
encierro voluntario en una especie de Numancia aislada y sin futuro vive su
cruda realidad cuando la sociedad padece crisis económicas, en sus derechos o en
sus libertades y reclama de los partidos voz y orientación. Nos ocurre ahora y
nos ocurrió antes. El socialismo encontró en anteriores etapas el modo de estar
cerca de esa sociedad maltratada por el terror o por las finanzas y la
ciudadanía encontró voz y respuestas con las que identificarse. Hoy, el
socialismo deambula buscándose en todos los niveles y sin una fiel coordinación
entre lo que se aprueba en cada nivel de la organización.
Repetidamente
se pide lealtad a los cargos elegidos en cada congreso o asamblea, pero ese
mensaje muere contra el muro insonoro de una sociedad inquieta, que pide
agilidad, conciencia, sensibilidad y gestos de diferenciación en un contexto en
que el centro se desplazó al lado más descarnado de la derecha, maniatados por
arriba e indecisos o sin eco para el resto del mapa del socialismo. Las filas
se engrosan con afiliación desconocida y no reconocible y se preguntan al salir
“esto que hemos votado ¿para qué era?”, porque las urgencias son poco
aconsejables y no las salva el papel anotado en la barra del bar cercano. La
desorientación viene también provocada por esta forma de acción política, en la
que el voto afín es el único bagaje buscado.
Cuando
la afinidad entre sociedad y partidos se diluye, sus dirigentes tienden a
buscar las razones de la desafección o las derrotas electorales en la sociedad
que “no nos entiende” o en las voces que alertan de ese distanciamiento o la necesidad
de estudiar los por qué y el cómo buscar respuestas, partiendo del supuesto de
que esa es la misión de un partido y especialmente para aquellos históricamente
sensibles a las inquietudes y necesidades sociales. Para la derecha es fácil.
Sus partidos sin la estructura sobre la que se soporta el poder. Para la
izquierda, las organizaciones llamadas partidos han sido la fuente de
conocimiento de la sociedad desde la cercanía, el debate para renovar ideas y
formas de relacionarse y, por último, la estructura que impulsa y da cauce a
esas otras actividades fundamentales.
Las
últimas votaciones en Vitoria para renovar los equipos dirigentes, de quienes
dependen la continuidad o no de los propios trabajadores de las sedes, son solo
una mínima anécdota por tamaño, tipo de debate posible y nivel ético del
comportamiento de la estructura organizativa y política de las dos
agrupaciones, más allá de la significancia de los nombres propios que
consideraban en riesgo su estabilidad, frente a una invisible debilidad, la del
propio partido.
Cuando
el concepto mismo de socialismo se convierte en un elemento de voluntaria
diferenciación, el debate se traslada a la cronología y procedencia militante
de los candidatos, porque esas históricas reticencias entre socialdemocracia y
comunismo es un tergiversación real del debate ideológico que se propone, el lógico
de ese partido, a sabiendas de que el debate dual y real sólo será posible si
lo de decide quien controla la organización hasta ese momento, y no existirá
por tanto.
La
incidencia grave de las actitudes numantinas no es sólo que impidan la razón
principal de un partido, la discusión y confrontación leal de las ideas, donde
se debe respeto a las personas pero no lealtad de pensamiento, esa unanimidad
impuesta y ficticia. Su mayor gravedad es que dan la razón a quienes tienen
contrastado (Ignacio Urquizu, "La
crisis de la socialdemocracia, ¿qué crisis?") que los
"aparatos" de los partidos tienden a importarles poco la disminución
de la afiliación, prefieren afiliados/votantes antes que debate proactivo pues
así el equipo dirigente se siente más poderoso e indiscutido. La supuesta
fortaleza de las direcciones es causa de titulares y la debilidad de las
organizaciones se profundiza en silencio. Hasta que la sociedad deja de
escuchar a esos partidos y más que desafección es alejamiento sin vuelta,
fidelidad de voto en todo caso sin implicación partidaria ninguna, que no se
busca y más bien se rechaza o, como máximo, se traslada a las redes sociales
para compartir opiniones de colectivo seleccionado previamente,
Entender
que las organizaciones locales de un partido deben ser meras oficinas de
representación política, en las que las decisiones se trasladan como hechos
consumados y las iniciativas de debate se consideran ajenas al partido o como adoctrinamiento
partidario, es más que una visión pacata de la función de un partido. Es
también la anulación de uno de los pilares de la democracia social que nos
dimos: los partidos como base de organización política y social. Democracia
formal sin estructuras participativas e inquietas es cómodo para las
direcciones instaladas en la continuidad indiscutida o "reforzada"
desde la acción de los aparatos. También es la vía más rápida para llevar a la
sociedad a otro tipo de organizaciones llamadas democráticas y más activas,
capaces de ver al menos con generosidad militante que la sociedad cambia a
impulsos que los partidos apenas atienden en la doble dirección: su génesis y
sus objetivos.
El
socialismo no puede plantear, como hace, una revisión del papel del socialismo en
la última década desde la distancia como cualquier otra fuerza política ni
desde una posición acrítica. El término medio es ese punto en el que la
discusión significa participación antes de las medidas que se adoptan o las
propuestas que se hacen, una participación más molesta para los dirigentes que
para la militancia que lo desea, a pesar de lo que se suele decir.
Es
en estas pequeñas asambleas sin especialmente significación numérica cuando
aparece la realidad que trae el hecho de que solo sea de forma ocasional y
cuatrienal cuando se provoca una confrontación de ideas, aunque el estigma del
sectarismo vele esa positiva realidad temporal, cuando no se convierte en una
cuestión personal que aleja en vez de aproximar, o la organización lleve a un encuentro/desencuentro donde 40 de
200 discuten o solo escuchan mientras el resto cruza las sedes hasta las urnas
para marchar a punto seguido. Y resalta la intención de que el juicio de la
sociedad afiliada no aborde cuestiones políticas o de la acción política, como
si el control por ese pequeño grupo sobre la labor de sus dirigentes deba
fijarse exclusivamente en las razones del contable.
La sociedad se aleja, pero lo hará más, incluso por parte de quienes
ya militan en los partidos, mientras estos activen su afán de registro de
nuevas incorporaciones en las vísperas congresuales, encomiable si se
extendiese a la totalidad de los mandatos. La labor del socialismo entre la sociedad
daría así mucho más frutos que el incremento de fichas, daría el bien de la
presencia e incardinación social de los partidos y se alejaría de ese concepto
políticamente bastardo llamado clientelismo, dentro y fuera de las estructuras
del socialismo, que antes de crecer en estructura se significó por sus ideas y
liderazgos.
Artículo publicado en Diario de Noticias de Álava. 17.4.2013
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