Bajo el arco de aquella escalera
de madera quejumbrosa, una puerta de cristal y un visillo como una niebla daban
paso al lugar donde ella estaba. Sentada en una silla de brazos y un cojín en la
espalda, recibía los besos de llegada con esa cara lastimosa de los hospitales.
Los brazos apoyados en la madera, con las palmas hacia arriba, parecían esperar
una bendición o un perdón que no llegaba a esa hora de la tarde. Le separé las
vendas de las muñecas y vi con sorpresa que el cuchillo de cortar carne fue más
cuidadoso que ella misma, que la mano asustada solo había conseguido calar la
piel y rozar las venas y dejar siete surcos de sierra desde la muñeca al
antebrazo. Arañazos en un intento de suicidio que clamaba a gritos la tristeza.
Tenía nombre de poema mi dueña
Guillermina, Mina en abreviado y coloquial, y cantaba tangos a solas intentado
atiplar la voz y la ronquera, con los ojos directos al techo, ahí donde
rebotaban cada noche las esperanzas, la inquietud por el corto mañana y la
memoria marinera y neoyorquina. Cuando me cogía en brazos al anochecer ya sabía
que la jornada terminaba y subíamos a casa de Paloma, la dueña de la finca.
Aquella jerezana tierna y flaca como una jamelga hambrienta abría la puerta
como si Mina fuese su hermana y yo escapa maullando de alegría a la cocina, en
busca de los ripios de la cena.
Las noches de alfombra, en la sala
de caireles y lámpara de opalina con forma de flor era el otro refugio de los
dos, el de Mina y el mío antes de que Carmen Sevilla anunciase los premios de
la ONCE, que siempre caían lejos, a miles de metros de la esperanza. Las dos dormian con el run run de televisor, diesen lo que diesen, hasta que
Mina despertaba de vuelta de algún viaje, miraba alrededor con ojos espantados,
bajaba la mano y allí estaba yo, entre sus dedos de aquel anillo de oro liso,
como una argolla que la ataba con el tiempo. Dos plantas más arriba dormíamos, escalones
de madera más pequeños y buhardillas confundidas con trasteros, pero más cerca
de la luz y las estrellas que se descolgaban por el lucernario de la escalera.
En aquella buhardilla teníamos el
hueco propio, el destinado al servicio desde antaño, con un techo en pendiente
hacia Espoz y Mina por donde el agua se despeñaba en aquellos días como un
diluvio contra el pecado de las aceras. En aquella manta rosa y marrón que fue
y vino de Muros a Nueva York y media vuelta, la gacela oscura brincaba cada
noche perseguida por los sueños que aterraban a Mina al acostarse: Mañana,
mañana, tomorrow, decía, como si cantara la vieja canción de la radio de cuando
servía en la Castellana, con aquellos americanos que la llevaron consigo. Esa
gacela me imponía, sus ojos brillaban o tal fueran los míos en la oscuridad y
atravesaba toda la cama como un diablo negro venido de las pesadillas. La mano
de Mina descargaba sobre mi cabeza cada vez que oía revolverme, déixame dormir, carallo, como si fuese la oración de cuna de cada madrugada.
El cuchillo de puño de nácar
atravesó la piel de vez en cuando pero la carne de Guillermina parecía
endurecida por los avatares, el recuerdo de la falda corta hasta la estación
del Norte, el abrigo a media pierna de su hermana y un sobre cosido por dentro
de la blusa con tres billetes de pesetas y uno de tren para la vuelta. Justo
enfrente la esperaban, aunque no esperaba ella quedarse allí por tantos años,
limpiando escaleras y rincones de un café en crecimiento de metros, gente y
basuras. Me lo contaba ella, mirando en los nudillos los meses de frío en la
Avenida de Valladolid, con el tren enfrente, siempre a mano, y la cabeza puesta
al otro lado del mar. Tomorrow, mañana, mañana pensaba en silencio en cada
escalón que recordaba. Del bar a la pensión, 82 peldaños y vuelta abajo.
Esa día comieron empanada, esa que Mina amasaba y rellenaba de cuando en cuando con los hilos de la
memoria que su madre le contaba conforme la iba construyendo, antes del horno
de hierro, junto a dos hermanos y un padre que miraba fijo desde la puerta del
Empire State, donde había aprendido a cargar bultos y hacerse un hueco en los
ascensores y a repetir la clave de sol en los botones. Tomate, pimiento y
cebolla, bien sofritos a fuego medio y aceite de oliva y dos ajos en lonchas, un
poco de colorante y revolver, a un lado de los aros de las hornillas, mientras
dejas que la masa se asiente, agua y harina hasta que pida. Después de comer la miré a los labios mientras cantaba la habanera de Muros y los tenía morados, no
sin color, sino con otro que no era el suyo. Siguió cantando según cerraba los
ojos, dejó caer los brazos, con las manos nevadas de venda y frías como
témpanos en la Puerta del Sol. No cabía más vida en ese corazón, era imposible que siguiera contando más veces
cómo era el colchón de Castellana a Espoz y Mina y viceversa. Le faltaba una semana para jubilarse, ese mañana de ansiedad que le quitaba el sueño.
El día les pilló a todos en el
sofá, cantando habaneras de carnaval y un tango arrastrado que les enseñó tío
Suso. Me llevaron hasta la portería, detrás del paño de niebla de los visillos,
y volví a mi sitio de siempre mientras comenzaban a recoger todas las cosas de
ese rincón de vigilancia, lleno de tuberías de gas ciudad y contadores, una
mesa redonda y cuatro sillas con brazos y un cojín de flores. Desenchufaron la
televisión como si Carmen Sevilla fuera a salir en su busca y guardaron la ropa
en bolsas para un asilo. No quedó nada, ni siquiera las lágrimas de aquella
noche. Todo vacío, menos la nevera, un cojín y yo encima, sintiendo ese run run permanente
que me amortigua hoy los latidos del corazón y el miedo de gato.
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