martes, 9 de agosto de 2016

GALICIA Y EL SOLILOQUIO DE MANOEL BEIRAS

Si no has perdido la vista con la espalda plateada del Apóstol Santiago o la respiración con el olor del incienso y si ya no tienes que conquistar más indulgencias plenarias a golpe de cepillo en la catedral, sal a la Plaza del Obradoiro y, seguramente, en un bar cercano vas a encontrar respuestas a casi todas las preguntas que tal vez nunca te has hecho sobre la historia de Galicia, la actual y la menos reciente. Que falten menos de 90 días para las próximas elecciones gallegas, coincidiendo con las del País Vasco, te parecerá un dato insignificante porque ocurren a menudo, pero tiene la virtud de la radiografía: ver el interior de tu cuerpo sin asustarte, al menos que alguien te advierta de las sombras inesperadas.
Muy cerca de allí, de la escalinata que baja frente al imponente Palacio de Raxoi que ocupan la Xunta de Galicia y el Ayuntamiento, encontrarás todavía un kiosko de periódicos en los que anuncian la marcha de Manoel Beiras de la política gallega, con el calendario electoral pasando hojas como un vendaval en la Costa da Morte y el agua arrastrando por las calles una gran parte de su propia historia diaria, siempre en construcción, igual que las nuevas ruinas de los apartamentos nunca vendidos que duermen entre eucaliptos y cenizas.
(Foto diario "ABC")
Este Beiras -el Kruchev gallego del zapatazo, por si no lo recuerdas- es ese monje grande de lino y cabellera blanca que te puedes encontrar subiendo por cualquiera de las calles empedradas de Santiago, un peregrino inconfundible por ese tortuoso camino sin señalizar del nacionalismo gallego. Seguramente si su padre no hubiese impulsado con otros el Partido Nacionalista Galego, aquel movimiento, más que partido, que algunos intelectuales renombrados llevaron en andas desde las vísperas de la guerra civil, el ya ex líder de ANOVA (antes Encontro Irmandiño, antes nuevo PNG) hubiese buscado otra forma de albergues más realistas o él mismo hubiese elegido mejor sus propios compañeros de procesión. Tal vez también le marcase haber nacido en Brión, en los valles rurales que rodean Santiago camino del sur, ese territorio de brumas en septiembre donde algunos llaman Brión al monstruo de los peores sueños familiares, Urdilde a la princesa enclaustrada y Bertamirans es el príncipe azul de los besos.
Hoy todos esos pueblos son especulación y tejados rojos en los montes, pero a ese lugar casi mítico en la historia política gallega se ha regresado Beiras después de dejar en manos de otros la candidatura a la presidencia de la Xunta el mes de septiembre. Atrás ha dejado un intento de gobierno bipartito con el PSOE gallego que no le dejaron compartir, un movimiento escindido entre mareas y bloques destruidos, una derecha antigua a la que los nacionalistas moderados pero republicanos se quisieron enfrentar desde la inteligencia y fracasaron, y una nueva derecha reinventada en mil nombres, todos ellos con la misma coraza de religión y poder, sin brillo pero la misma que cubre la espalda del santo patrón.
(Ilustración diario "El Español")
Nadie como Manoel Beiras Torrado conoció la esencia de esa derecha gallega que Manuel Fraga consiguió aunar traspasando los límites territoriales, en un alarde de prebendas y venganza, que allí la política camina por ese doble carril de hierro. Nadie como el ex líder nacionalista ha mantenido el pulso contra su entorno y el de enfrente y, posiblemente, nadie volverá a dar un zapatazo más sonoro y menos dañino para el Parlamento de Galicia. Desde aquellos días en que la cultura quiso poner un traje político a la saudade, sólo Beiras ha sobrevivido a sí mismo con sus idas y venidas, un Moisés bajando del Sinaí de Monte Louro o del Gozo que siempre dejó tocado algún becerro de oro aunque no impidiese la ceremonia. Si alguna vez hubo un conato de liderazgo transfronterizo más allá del Miño, sólo él, al que le sobraron maneras, y después Francisco Caamaño –el silencioso tallador de las medidas sociales de Zapatero-, al que le robaron respaldo, pudieron haber aunado la cabeza de la procesión contra la más profunda de las derechas españolas.
Cuando salgas de la catedral y pises en Santiago de Compostela las calles cubiertas de nubes o casas, acuérdate de Manoel Beiras, el profeta al que sólo le faltó acertar, y lo que Castelao dejó escrito hace tantos años, sin conocer al que ahora se va: “O valor das coisas nao está no tempo em que elas duam, mas na intensidade com que acontecem. Por isso existem momentos inesquecíveis, coisas inexplicáveis e pessoas incomparáveis”. (“El valor de las cosas no está en el tiempo que duran, sino en la intensidad con que suceden. Por eso hay momentos inolvidables, cosas inexplicables y personas incomparables").
Castelao, Risco, Fabeiro, Pedrayo o Cunqueiro, impulsores de aquel Partido Nacionalista Gallego (PNG), miran sorprendidos a Beiras en su marcha y ninguno da un céntimo porque esta nueva soledad de Brión le vaya a durar más que el sino de fuego y derecha que se repetirá en septiembre.

sábado, 6 de agosto de 2016

LOLA Y LA PUREZA

A Lola le fallaba la pureza. Eso es lo que decían las gentes por las calles de Doiras. Sería éso o el placer del riesgo, pero en el autobús de vuelta se sentó a mi lado tan dispuesta como era ella, echó por encima de nosotros el chaquetón de paño negro y lo subió tirando de los botones cruzados hasta taparse el cuello casi por entero. Hacía pocos días que atravesé Lugo hacia Los Ancares y a Lola solo la había visto de refilón, casi escondida detrás del confesionario, en la capilla de la aldea donde Tomás decía misa cada tarde de sábado.

María me habló de ella y de sus “chaladuras de jóven¨, como las llamaba. Vivía un poco más allá, subiendo por la calle de barro que, cuesta arriba, te lleva hasta la casa de los Vázquez, la familia honorable de la zona. Su casa estaba al lado de la noble verja de hierro, un chamizo de madera con techo, uralita y heno, como los de las pallozas de Piornedo, casi todas perdidas ya. Durante un tiempo ayudó a Tomás en la cosa de las iglesias que recorría cada fin de semana en otras tantas parroquias, aldeas descolgándose por las nieves en la ladera de los montes o en la vereda del rio, helado por invierno y con almendros rompiendo a la vida por encima de las brumas. 


En aquel cuadro casi japonés, una semana santa, conocí a Lola acompañando a María, en la casa del cura. Trajeron cañas de hojaldre rellenas de nata y  otras con una crema amarilla suave y dulce como la gloria que se perdía entre la lengua y el cielo de la boca, como cuando la hostia se vuelve revoltosa después de la comunión. Aquella tarde vi su mirada torva, pero permaneció en silencio mientras María hablaba y hablaba de las penas del invierno pasado y de los que ya no iban a volver en verano. Me quedé con las ganas de sacarle una palabra sobre quién era antes de que María siempre se adelantase con la respuesta en la punta de la lengua, inoportuna siempre. Y no volví a verla hasta la mañana de los gaiteros que llegaron de Villafranca.

Entre cervezas y sonidos de gaita nos olvidamos del sol de aquel mediodía y descubrí una Lola desconocida, alegre, inquieta, dominadora del terreno y la situación con todos nosotros, los forasteros. Con un trozo de tortilla entre los labios, se acercó a mi y puso su boca frente a la mía, citándome a compartir aquel bocado de huevo y patata. Reímos mientras peleábamos por ver quién se quedaba con la mejor parte y luego se alejó echando un trago de cerveza directamente del cuello de la botella. No dejó de mirarme hasta que cruzó aquella rotonda de piedra y se sentó enfrente de mi, desafiante, sonriente, corta de pureza, como decía María.

Los gaiteros de Villafranca tenían planeado subir hasta Piornedo con el microbús que los había traído a la campa de Doras para la fiesta. Ya era tarde para arrancar y todos preferimos comer a la sombra del castillo, en la ladera verde del rio, que parecía de piedra y nácar, revuelto, frío, saltarín… imparable. La nieve aún permanecía en las laderas de los montes aunque en la parte baja ya no quedada ni rastro. Sólo la bruma que iba yéndose en silencio, sin apenas notarse y dejaba paso a los rayos del sol en el comienzo de la tarde. Más allá de los cables naranjas que detenían con descargas eléctricas el paso de las vacas y las mantenía encerradas casi por milagro, seguimos el recorrido del rio hasta un poco más abajo de los animales. Nos tumbamos sobre mi cazadora de ante azul y quedamos los dos mirando al cielo azul de Los Ancares. 

Giró su cabeza hacia mí y no me dejó preguntarle quién era y qué hacíamos allí. Con un dedo cerró mis labios y siguió mirando al firmamento. Un rato después, se sentó de rodillas sobre sus piernas y me preguntó por qué estaba yo allí. Había ido a escribir un proyecto sobre el metro de Bilbao, que iba a comenzar sus obras, y pretendía abstraerme de todo, de Madrid, de mi propia vida, sentado en el banco de madera, delante de la cocina de carbón y leña y escuchando a Marian Anderson cantar el "Ave María" de Schubert como nunca nadie lo habría cantado, como nunca se habría oído entre aquellas paredes de ladrillo y madera frente al arroyo y al calor de las mulas de la planta baja. También estaba empeñado -le dije sonriendo- en hacer una tarta de queso en el viejo horno de gas, con huevos de las gallinas del cura y queso de fiambre. No se qué le causó más impresión o le divertía más. Sonrió manteniendo el silencio y descubrí que en dos minutos ella sabía más de mí de lo que yo había averiguado sobre ella, además de la simple definición que María hace de Lola, lo de la pureza.

Atardecía cuando nos subimos al autobús camino de la cresta de Los Ancares, en Piornedo. Las curvas nos cambiaban de paisaje cada 100 metros, la tierra se hundía como si el fondo de la montaña la atrajese, y las nubes empezaron a parecernos alcanzables, próximas, inmediatas. Fue en ese momento cuando Lola echó mi abrigo de paño por encima de nosotros dos, cruzó sus piernas heladas por encima de las mías y recostó su melena negra y corta sobre mi hombro izquierdo. Me dijo que, cuando llegásemos a Piornedo, quería bailar, necesitaba bailar. No recordaba cuánto tiempo hacía desde su último baile. Le pregunté que con quién fue pero no contestó, sólo apretó su mejilla contra mi hombro y guardó silencio. Así fuimos hasta el final del viaje lleno de curvas, con los ojos cerrados y las miradas cómplices y envidiosas de los gaiteros.

El hostal tenía una zona de butacas para descansar o sentarse después de la cena. Sillones de skay color beige tostado que resaltaban en aquella decoración de madera y telas granates, pucheros de hierro colgados en las paredes y plantas medio dormidas en ollas de hierro antiguas. Tomás, el cura, se acercó a la barra, y el camarero conectó el equipo de música. Casi un murmullo, Mike Kennedy empezó a cantar “La Piova”, el viejo éxito italiano, en su versión más reciente. Bailamos como si quisiéramos despertarnos el uno dentro del otro, con los cuerpos arrasados de caricias mudas, sin una sola palabra que cortase ese momento. Y así cruzamos hasta las escaleras que llevaban a las habitaciones. 

Puerta 4, segundo piso. Hasta allí llegamos casi tropezando con las flores desgastadas de las alfombras tapicería vieja estera y la media luz del pasillo. La apoyé contra la pared en un nuevo intento de fundirme con su silencio y adivinar quién  era y qué quería de mi. Sin dejar de abrazarme, soltó su brazo derecho de mi cuerpo, llegó al picaporte redondo de la puerta 4 del piso 2, giró el pomo y me dio un beso en la mejilla. Entonces sí, acercó sus labios a mi oído y siseó aquella frase maldita: “La lluvia…. Nubes negras al huir, recuerdos que olvidé”.